14 de diciembre de 2005

Cuaderno de Lucio 5.3 - De la división de Panambí.

El arroyo San Juan dividía Panambí y las tierras de Lucio Furst -que eran casi equivalentes- en una línea este-oeste casi perfecta. Furst y la señorita Gardiner o Gartner -nunca quiso ser señora Furst, pues siendo ella protestante y él ateo militante, no llegaron a un acuerdo para casarse por iglesia, que de todos modos no había- se instalaron del lado norte, en una casa amplia y fresca, con una galería espaciosa que la señorita mantenía llena de plantas exóticas de colores brillantes. Dedos verdes, tenía la señorita. "Mi jardinerita", le bromeaba Furst, en su inglés chapurreado aprendido a fuerza de cotidianeidad y silencios.

Para cuando César había alcanzado los 15, una extraña característica edafológica había dividido no solo la geografía sino las actividades del pueblo. Del lado sur, las semillas de Datura ferox, también conocido como chamico, que Furst había removido en su primer golpe contra la tierra, habían dado lugar a una invasión de esta maleza. Del lado norte, la salinidad y pH del suelo impedían el crecimiento de la plaga y permitían cierta actividad agrícola. Del lado sur, Furst hizo de tripas corazón y se embarcó en la cría de ganado.

Así, para cuando César y Aníbal tuvieron 20 y 18 años respectivamente, habían repartido en vida la herencia del padre. César heredó la primera actividad de Lucio y se dedicó a la agricultura; Aníbal, por su parte, se transformó en ganadero. Y tal vez se pueda decir con seguridad que Panambí Sur fue creado el día que César dormitó su primer post-coito en el trigal, bajo las estrellas; o quizás el día, varios años antes, en el que Aníbal observaba extasiado el accionar de los matarifes.

(Y sí, ya la sangre comenzaba a correr.)

30 de noviembre de 2005

Cuadernos de Lucio 5.2 - Del nacimiento de César y Aníbal Furst

El nacimiento de César y Aníbal está indisolublemente ligado a la decisión de Sarmiento de traer maestras del extranjero, eso es claro. No queda tan claro en cambio cómo es que llegaron las botas de Lucio Furst a pisar las entonces nuevas tablas del ahora desaparecido andén de Panambí para recibir, él justamente de entre todos los pobladores, a la señorita Gardiner o Gardner o Gerdiner, según la fuente consultada.
En todo caso, allí en el andén se encontraron y no pasó más de un mes para que el romance fuera vox populi, y fue apenas un trámite la conversión de miss Gardner al catolicismo y menos que un trámite la cópula brutal y un tanto apresurada que engendraría a Cesar Furst. Era época de langostas, y Lucio y su gente montaban guardia a la espera de la manga, listas las hogueras de madera húmeda y resinosa, cuyo humo hacía llorar pero salvaba la cosecha. "Así ganamos el pan con sudor y lágrimas. Nos ahorramos la sangre al menos." -bromeaba Lucio.
No fue cierto: la sangre llegaría más tarde, 20 años después del nacimiento de Aníbal Furst, tan copiosa como las cosechas de su ya rico padre, tan negra como la nube de langostas.

16 de noviembre de 2005

Cuaderno de Lucio 5.1 - De los orígenes de Panambí Sur

Porque, es de suponer, todo tiene un comienzo ¿no? De hecho, si nos esforzamos un poco (o más bien, no), todo tiene un solo comienzo, el mismo.

Dicho esto: Panambí Sur comenzó al condensarse de una nube de materia que giraba alrededor de una estrella así de pequeña, se enfrió, subió a la superficie del elipsoide de revolución que la contenía, formó parte de Pangea, derivó sobre el magma, y helo allí.

Panambí sur comenzó en el momento en que una piedra de exactamente 258 gr se movió ligeramente determinando el afloramiento de un hilo de agua que mucho más tarde recibiría el nombre de Arroyo San Juan.

Panambí Sur comenzó durante el período Cuaternario, cuando los vientos cubrieron la zona con fértiles cenizas volcánicas provenientes de los lejanos Andes.

Panambí Sur comenzó en el preciso instante en que Lucio Furst clavó su azada en la tierra a escasos 20 metros de su nuevo hogar, pensando que necesitaría dos cosechas al menos para comprarse un arado.

Quedensé con esto último, y sepan que no es verdad: las manos encallecidas de Furst aferrando la madera lustrosa de la azada, el dedo índice de la mano derecha levemente separado del resto para esquivar un pequeño nudo de la madera que lo incomodaba; los terrones secos de la superficie dando paso a la humedad oculta bajo ellos, tres semillas de Datura ferox viendo la luz por primera vez, un bicho bolita buscando apresurado la oscuridad y la humedad; todo eso no dio origen, precisamente, a Panambí Sur.

Se llamó tan solo Panambí, y parecía que hubiera estado allí desde siempre.
Como diría Javis: Qué quietud ¿no?

Parece que Aguavivas es una planta extraña que crece más rápido en tiempos de frío. Pero no hemos desaparecido, amigos. Al menos yo, Juan Poquito pa lo que gusten mandar, procuraré volver. Tendré que cambiar algunos de mis planes con respecto al proyecto, ya que evidentemente no podré cumplirlos por ahora, y tomar un ritmo más de blog, más corto.

Para abrir el apetito, les mando el listado completo de las Tareas para el hogar que han estado adornando mi messenger, una por día. Este es el primer ciclo ¿habrá otros? Mmmmm....

Tareas para el hogar

Tarea 1: Vayan a la playa. Escriban su nombre en la arena.

Tarea 2: Recuerden los siguientes olores: Lápices nuevos. Libros viejos. Ligustro en flor.Ordénenlos por antigüedad.

Tarea 3: Extiendan los brazos hasta alcanzar el infinito. Guarden un poco en una botella azul. Sírvanlo frío.

Tarea 4: Pasen todo el día sin decir la palabra "no". Tómense el tiempo entre cada desliz.

Tarea 5: Repitan antes de abrir cada puerta: "Todo bien, las cámaras de seguridad no pueden verme"

Tarea 6: Piensen 3 razones por las que con toda seguridad irán al infierno. No se arrepientan.

Tarea 7: Identifiquen a alguien que con toda seguridad irá al cielo pero no se lo merece.

Tarea 8: Roben una flor. Guardenla en un libro, envuelta en papel de seda.

Tarea 9: Roben un libro. Guardenlo en una flor, envuelto en papel de seda.

Tarea 10: Recuerden una golosina horrible de cuando eran chicos y cómprense una.

Tarea 11: Piensen en Marilyn Monroe cada vez que puedan.

Tarea 12: Claven un bife en un árbol de la calle. Cuélguenle un cartelito que rece "Murió por nuestros pecados".

Tarea 13: Acuéstensé boca arriba mirando el cielo, hasta sentir que van a caer dentro de una nube.

Tarea 14: Escriban un poema sobre el agua.

Tarea 15: Beban el agua sobre la que escribieron. Si no sabe a poesía, repitan las tareas 14 y 15 hasta que salga bien.

Tarea 16: Vean cuánto tiempo pueden soportar sin hacer NADA.

Tarea 17: Quemen un billete (vigente, truchos).

Tarea 18: Hundan las manos en tierra durante 5 minutos al menos.

Tarea 19: Abracen a 3 personas.
Tarea 20: ¡Felicitaciones! Recíbanse de algo, ustedes eligen qué. Dibujen su propio diploma.

13 de septiembre de 2005

Cuadernos de "La vuelta" 1.2

De la Breve Antología del Rubro 59 (Parte 8: Putos)

Cuando mi único ojo se pose en ti (Por el orto) - Epílogo

No se trata de saber preguntar sino a quién, a aquel que no ve en las preguntas fuentes de información sino búsquedas. Más difícil aún cuando hay retazos, cuando el esquema escamotea los datos con promesas de “ya te vamos a avisar” (aunque para él este esquema no fuera novedoso). Y las preguntas, desesperadas buscando averiguar cuánto había de posible en las amenazas, hallaron una respuesta tan previsible como indeseada: el “Matador”.
-Sí, el “Matador”. Hay una banda de putos que laburan para él. Ahora dame la guita y rajá.
Si el “León” Santillán había sabido urdir una red de honores y lealtades, el “Matador” fue más hábil y visionario. Entrelazó los hilos del “León” Manuel con los de la policía para, llegado el momento, hacerlo trizas sin que a nadie se le moviera un miserable pelo. “Al león lo mata el hombre”, dijeron muchos.

Y estaba nervioso como nunca. Trabajos muchísimo más difíciles lo habían encontrado más relajado y concentrado que este. Llegó a cometer el desconcierto de visitar a sus parientes de Rauch (suscitando toda clase de hipótesis por parte de sus tías, que fueron, equivocándose, desde el casamiento a la enfermedad terminal pasando por la penuria económica). Justamente, durante una sobremesa entró ese horripilante mensaje al celular penetrando la quietud pueblerina y poniendo en marcha su libreto. Consiguió los clasificados en un bar, buscó en el rubro 59 (al cual solo conocía por buscar mujeres) y encontró. “Elbiz con jopo. Todo servicio, todo terreno.” Anotó el número y salió a caminar. Se sentó en un banco de plaza y marcó.
-Elbiz todo servicio, ¿en qué puedo servirte? -atendió una voz exageradamente afeminada.
-Quiero un serivicio -dijo fiel al guión.
-¿De cuánto, papi?
-De cinco.
-No tenemos servicios de cinco, papi. El más barato sale treinta.
-¡Cinco mil, pelotudo! -contestó con sequedad, sin disimular la molestia.
-¡Ah, bueno, hubieras empezado por ahí! ¿Qué hacés que no estás acá? Ja, ja.
-¿A qué hora puedo ir mañana?
-Decime vos. Que no sea muy temprano, nada más.
-A las seis de la tarde.
-Que sea a las seis entonces. Anotate la dirección.

Le abrió la puerta un joven de unos veinticinco años, sonriente, con musculosa ceñida y pantalones negros de cuero, que lo saludó familiarmente con un beso en la mejilla.
-Te hacía más joven -confesó alegre-. Y menos tuerto.
Entró a un comedor pequeño que daba a la calle a través de dos ventanas cubiertas con cortinados. Estaba poco decorado, pero con colores muy llamativos: una alfombra color borravino, sillones naranja y un espejo imponente en una de las paredes; pocas plantas, luces dicroicas, un televisor.
-Pasá, sentate. ¿Te sirvo algo?
-Sí. Un whisky.
Necesitaba atontarse. Cuando se acomodó en uno de los sillones sintió la dureza del arma a la altura de los riñones. Escuchó el ruido del vidrio, del líquido, del hielo.
-¿Y a qué te dedicás?
-Vendo muebles -mintió mirándose en el espejo.
-¡Ah, qué bueno! A lo mejor me gano un descuentito.
Le alcanzó el vaso.
-Mirá, no tengo mucho tiempo.
El chico lo miró inmóvil con una sonrisa extraña.
-¿Qué? -preguntó tratando de tranquilizarse.
-¿A vos te espera una mujer como a tantos otros?
-Y...
Salió del comedor y entró a una habitación que se ubicaba detrás de la pared del espejo. El Tuerto tragó un sorbo grande.
-Decime... -preguntó en voz alta, como para ser escuchado del otro lado-, ¿no te molesta si echo un vistazo?
-¿Qué querés ver? -dijo reapareciendo.
-Quiero quedarme tranquilo de que no hay nadie espiándome.
-¡Ay, qué mueblero desconfiado! -exageró con sorna-. Vaya, vaya nomás. Revise. Curiosee. Y si encuentra alguien, avíseme que llamamos a la policía.
La habitación, siguiendo la gama de colores chillones del comedor, amoblada con una cama matrimonial y dos mesas de luz y un escritorio pequeño con una computadora, estaba vacía. Igual que el baño, la cocina y el lavaderito.
-¿Tranquilo?
-Sí, más tranquilo. Gracias -dijo, volviendo a sentarse y a agarrar el vaso.
-Bueno. Ahora mostrame lo tuyo.
El Tuerto sacó del bolsillo interior del saco el mismo sobre que le había dado el emisario, del cual había descontado la suma correspondiente, y se lo alcanzó.
Elbiz contó billete a billete: -...tinueve, cincuenta. ¿Ves que yo también puedo ser desconfiado si quiero?
-Acá tiene lo suyo, mueblero.
Se llevó un poco del polvo blanco a la lengua. Incapaz de distinguir calidades, sí sabía reconocer el sabor de la cocaína.
-Es para el cumpleaños de un amigo -aclaró por aclarar.
-Y digamé... -dijo apoyándole la mano en la entrepierna-, ¿vino a comprar nomás? Si quiere, le doy el regalito del combo.
Quiso terminar todo en ese momento: meterle un tiro entre los ojos y después escaparse a donde fuera, como tantas otras veces lo había hecho.
-Dale. Pero rápido.
Le bajó el cierre, hurgó y dejó al descubierto su flaccidez.
-Se tiene que relajar este tuertito -dijo antes de tragarlo.
-No, así no. Dame un forro -lo cortó el Tuerto cuando el chico ya estaba totalmente desnudo. Sentía náuseas, creía que iba a terminar vomitando y arruinando todo. El chico, de pie, hundió la cabeza en el sillón y se dejó hacer respirando profundamente. Al penetrarlo, el Tuerto sintió que se le aflojaban las piernas. Luego, empezó a moverse cada vez con mayor frenesí.
Y el asco trocaba en placer.
Se miró al espejo. Se vio horrendo.
De pronto, jadeante, el chico quiso atraerlo con sus brazos por detrás y tanteó la culata. Intentó sacar la cabeza de entre los almohadones desesperada e infructuosamente: el Tuerto lo mantuvo presionado con una mano, mientras con la otra desenfundaba, apoyaba el silenciador contra su nuca y jalaba el gatillo. Un sonido sordo. Un salpicón de sangre manchaba el naranja, parte de su manga y su mano izquierdas y se perdía apenas en el borravino de la alfombra. El forcejeo cesó. El cuerpo cayó inerte al costado, arrastrando el manchón de sangre. Hizo dos disparos preventivos más y guardó el arma todavía tibia.
Devolvió el sobre al bolsillo interior.
Todavía agitado, terminó el whisky de un trago. Se subió los pantalones y limpió sus huellas con un pañuelo. Se miró al espejo y terminó de aliñarse.
Pasó al baño a lavarse las manos. De regreso y ya a punto de irse, se asomó a la habitación, como si -a pesar de estar seguro de que no era así- pudiese recordar que había tocado algo que pudiera incriminarlo. Entonces, lo descubrió.
No había prestado atención, porque tampoco sabía nada de eso. Pero al mirar la computadora, notó que un cable subía por la pared y se perdía detrás de una fotografía enmarcada en la cual se veían unas uvas de metal. Al descolgarla, encontró una perforación cuadrada que atravesaba la pared de lado a lado y daba a la parte trasera del falso espejo. Apoyada en la base del cuadrado, había una pequeña esfera, de la cual salía el cable. La agarró cuando ya empezaba a entender. Y la miró mirarlo con ese único ojo suyo.

6 de septiembre de 2005

Cuadernos de “La vuelta” 1.1

De la Breve Antología del Rubro 59 (Parte 8: Putos)

Cuando mi único ojo se pose en ti (Por el orto) - 1ra parte

Menos inconfundible que el perfume de los jazmines, cuando escuchó la musiquita supo que alguien le había enviado un mensaje de texto. No pudo reconocer a ese destinatario que le decía sin rodeos: “Tengo un trabajo y pago bien”. Por eso, segundos después, el mensaje nunca había existido y volvía a apoyar el teléfono sobre el mantel: él no se relacionaba con desconocidos.
No alcanzó a pinchar de nuevo la milanesa y apoyar el filo del cuchillo que otra vez la musiquita y el mismo número. “Entrala”, decía ahora. Se quedó mirando las siete letras en la pantalla. Ese apellido decía mucho para él. Decía torturas, decía cara de porteño canchero tomando vermú; pero más que nada, la espeluznante escena del llanto sordo de un bebé encerrado en un microondas para que la madre llame al marido y así desactivar una venta de acciones: una mano en el botón de encendido y la otra, en el gatillo, por las dudas. Recordó el terror de lo que podría haber llegado a ver: ese cuerpito retorciéndose en el reducido espacio del gabinete del horno... Volvió a borrar el mensaje y a apoyar el teléfono sobre el mantel de tela.
Entrala... Profesionalismo extremo, sadismo puro. Por fuera de esos márgenes, era indudable que ciertos trabajos él los rechazaba o lo rechazaban a él. Y, en parte, gracias a ello, este hombre que ahora masticaba un bocado de milanesa y puré, hombre prácticamente solo en el mundo a no ser por dos tías ancianas y algunos primos anclados en Rauch (lo que es decir solo), había podido hacer dinero adicional a su no tan magro sueldo policial. Discreción, astucia para elegir los clientes, prolijidad, e instinto para aceptar los trabajos le valieron respeto (dentro del respeto que podía merecer) de pares y contratantes. “Autodisciplina y rezarle a Dios como mínimo una vez por semana. Pero no rezarle de chamuyo, de hablar por hablar, rezarle de corazón. Así él te protege de ciertas tentaciones”, solía decir a los jóvenes que a veces le preguntaban asombrados de que un tipo como él durase tanto tiempo en “la fuerza” o, incluso, en la Tierra. Después, a sus espaldas, murmuraban socarrones que la autodisciplina y la oración debían ser lo único gratuito del asunto.

Algo lleva a una persona a hacerse puto. Algo lleva a una persona que se hizo puto a meterse con drogas. Algo lleva a una persona que se hizo puto y se metió con drogas a quedarse con un sobrante. Y es que esa región del cosmos que para algunos solo es territorio de caos también tiene su orden. Ese orden dice claramente sin palabras: lo que no se da no se agarra.
Un sobre de papel madera con forma de ladrillo sobre la mesa entre los dos hombres.
-Y bueno... así es la cosa, Tuerto -dijo el emisario y vació el pocillo.
-¿Y cuánto hay ahí? -replicó señalando el sobre con el ojo de verdad.
-Diez. Diez mil “pesos”, ¿no?
Estaba bien: a mayor marginalidad, más barato, más fácil, más limpio. Estaba bien pago. Repitió toda la secuencia como una extensa pregunta que empezó con “Entonces, ¿...”. Mientras tanto, el emisario pinchó una aceituna que había quedado de antes (“déjelas”, le había dicho al mozo), la comió y devolvió el carozo pelado.
-Exacto. Tal cual.
Como única, suficiente, señal de aceptación guardó el sobre en el bolsillo interior del saco.
-Ah, me olvidé de un detalle -dijo con naturalidad encenciendo un cigarrillo-. Te lo tenés que garchar. Con un forro puesto para que no te reconozcan.
Lo invadió el asco, el odio y una crispación, como una descarga eléctrica. Volvió a poner el sobre en la mesa.
-Yo no hago esas porquerías. Llámenlo a Entrala o a otro, pero yo no hago esas cosas.
El humo trazaba volutas frente a la cara del emisario, que se había puesto tensa, angulosa, calavérica. Avanzó un poco para enfatizar sus palabras.
-Agarrá ese sobre, infeliz. Si no, te juro por mi vieja que no te levantás de esa silla, tuerto de mierda.
El emisario se distendió, sonrió apenas y volvió a apoyarse en el respaldo.
-Es un polvo, nada más. Pensá en cualquier cosa. Ni siquiera tenés que acabar, tenés que bombear un rato solamente -pitó y exhaló-. Ni siquiera tiene que estar vivo.
Lo único que consiguió decir fue: -¿Y a quién se le ocurrió semejante mierda?
-Me dijeron que vos no hacés preguntas.
-No, no hago preguntas si el laburo es decente... Dame un pucho, ¿querés?
-No sabía que fumabas -dijo burlón el emisario.
-No fumo... -dijo, guardando el sobre con una mano y sosteniendo el cigarrillo con la otra, que temblaba imperceptiblemente- Tampoco me ando garchando trolos, conchadesumadre.

18 de agosto de 2005

Cuadernos 4 - Síntomas (del cuaderno de Lucio)

Síntomas

Día 1
"Si quiere ver la vida color de rosa
eche veinte centavos en la ranura."

Día 2
Una fuerte picazón en el costado derecho, a la altura del esternón. Cristina dice que es nervioso. No sé.

Día 3
Toshiba - Suzuki - Yamaha - ¡Hosanna, Hosanna!

Día 4
Dejame ver sólo un poco más. Necesito aire para poder ahogarme.

Día 5
El dermatólogo me recetó una pomada, pero no hace efecto.

Día 6
En el infierno, los últimos faunos se retuercen.

Día 7
No es lo que digas, sino tu silencio lo que molesta.

Día 8
Ya no me pica. Cristina no vino hoy, así que no le pude mostrar: tengo la piel endurecida, como un callo suave y blancuzco.

Día 9
Y Dios

Día 10
está creciendo. Tiene unos cinco centímetros de diámetro, aunque es un poco más largo verticalmente. Cristina quiere que me lo haga ver. No sé qué le pasa. Estuvo muy callada, anoche, y hoy no llamó en todo el día.

Día 11
Te encontré esta mañana y sentí enredaderas en mi cuello y quise gritarte, pero sólo dije buenos días

Día 12
El estudio dice que se trata de algo anormal, unas divisiones meióticas o algo así. Quieren extirparlo, pero le tengo horror a las operaciones. No voy a ir más al médico. Por ahí se me pasa.

Día 13
Nadie es inmune a la locura. Cualquiera puede, en un momento de tantos, creerse normal.

Día 14
Hay una jaula abierta con un pájaro adentro.

Día 15
Desde la altura de la tetilla hasta el muslo: una masa blanda informe, con un pequeño saliente al lado del esternón, parecido a una nariz. Cristina dice que si no hago algo no vuelve a estar en una cama conmigo. Tiene razón: uno de estos días voy a hacerme ver.

Día 16
De noche, las sombras sospechan que las han engañado.

Día 17
No sé cómo, pero se fue. Menos mal: la parte superior se estaba pareciendo demasiado a una cara, y Cristina ya no quería ni verme.

Día 18
Intermezzo (Andante, ma non troppo)

Día 19
El médico dice que estoy bien, pero que me ponga a dieta. Peso como 10 kilos más que la última vez. No entiendo: no se me nota nada, la ropa me queda bien. Para mí que la balanza estaba mal.

Día 20
Demasiados sentidos para tener sentido

Día 21
Lamentos cadenas cementos idilios rediles

Día 22
Alguien vive conmigo. Entra de noche, abre la heladera. Encuentro restos de comida en el suelo por la mañana.

Día 23
Había una vez. Pero ya no.

Día 24
De vanas

Día 25
De ciertos

Día 26
Tuve un sueño: despertaba en la noche; 3:33 AM. Se acercaba bajo las sábanas. Quise gritar, pero no podía. Sentí algo raro en mi costado. Me miré y, por un segundo, vislumbré una sonrisa, una mirada divertida fundiéndose en mi carne. Grité y Cristina se despertó, y no había nada raro conmigo.

Día 27
Deberían saber, en las aduanas, que todos tenemos algo para declarar.

Día 28
Cristina desapareció anoche. Vino a casa y se quedó a dormir. Cuando desperté, ya no estaba. Dejó su bolso y una cocina demasiado ordenada. Otra vez la picazón.

Día 29
Y Dios

Día 30
está ahí, cada vez más. Paso las noches en vela, esperando que entre, pero sabe cuándo me quedo dormido, y lo aprovecha.

Día 31
Pasear por un reloj a contramano.

Día 32
Sólo signos

Día 33
Conseguí unas píldoras. Veremos quien gana: mi sueño o su hambre, quien aguante más.

Día 34
Nada

Día 35
Nada

Día 36
Nada

Día 37
Nada

Día 38
Un grito, un desgarro, un tumor, un satélite, una sonda en el espacio carne de mi carne desde mi carne no mi carne, un retazo hambriento y furioso de un-no mismo.

Día 39
Dormir todo el día como si no hubiera noche de la cual escapar.

Día 40
Siento su respiración al ritmo de la mía, y su peso en la cama hunde el colchón de una forma nueva. Sé que si extiendo la mano podría tocar su cadera desnuda, pero no puedo ni pensar en lo que pasaría después. Me pregunto si es bella. No lo sé. No corresponde compararla estéticamente a ella, única en su clase, dormida en mi cama. Quién sabe si sueña

Día cero
En el principio era el Caos

11 de agosto de 2005

Cuadernos 3 - El Dios de la Guerra (del cuaderno de Lucio)

El dios de la guerra

Se lo sentía venir desde lejos; primero como una sombra, luego como una brisa ligera atravesando el bosque. La cierva y sus cervatillos pastaban a orillas del lago.

     —Vamos —dijo la cierva—, algo funesto se acerca. Huyamos.
     ——No —respondieron los cervatillos—. La hierba aquí es verde y espesa, y hay agua clara. No queremos irnos.

Ahora se lo sentía como a un viento de otoño y un rumor de cascada.

     ——Vamos —apuró la cierva—, o será demasiado tarde.
     ——No —insistieron los cervatillos—. Somos jóvenes y rápidos y no le tememos a ningún ser viviente.
     ——Este no es un ser viviente —contestó la cierva cada vez más asustada, pues los cervatillos eran la cosa que más quería en el mundo, y sabía que, si no corrían pronto, sería su fin—. No es un ser viviente, y hay que cuidarse de él. Vamos ya mismo.

Llegó como un huracán doblando las copas de los pinos, acompañado por el estruendo de sus pasos, el rugir de la piedra quebrándose bajo sus pies. Los cervatillos se asustaron.

     ——Es enorme y nos matará —se quejaron a su madre— ¿por qué no nos dijiste antes?
     ——¡Corran! —contestó la cierva, resignada. Pues los cervatillos son seres inquietos y de memoria corta.
     Se adentraron en el bosque, mientras los árboles caían a pocos metros detrás de ellos. La cierva sentía el viento azotándole los flancos. Con tal que no los atrapara. Con tal que no llevara lanza. Si llevaba una lanza (un tronco de sequoia, seguramente, con un meteorito afilado en la punta), si llevaba una lanza estaban perdidos.
     ——¡Corran! ¡Corran al otro lado del lago! ¡Yo lo distraeré!
     ——¡No! ¡Te va a matar! ¡No te quedes!
     ——¡Corran! ¡Yo lo engañaré y me encontraré con ustedes!
     —Y se fueron, confiados, pues los cervatillos son seres ingenuos y crédulos. La cierva se detuvo en un claro y los miró alejarse, y siguió mirando en esa dirección hasta que no pudo oír siquiera el sonido de sus pisadas leves. Luego dio media vuelta y se preparó para enfrentarlo. Las hojas de los pinos la aguijoneaban, pero permaneció allí. El viento cesó. “Este es mi fin”, pensó la cierva. Pero esperó.
     El hombre apareció en el claro, extrañamente vacilante. El pecho le temblaba por el esfuerzo de la carrera. Sus ropas eran casi harapos, pegados al cuerpo por el sudor. Fijó su mirada en la cierva, como sorprendido. Luego se acercó.
     ——¿Sabes quién soy? —preguntó el hombre.
     ——Sí —contestó la cierva—, eres El Primero.
     ——Soy el trueno, la tempestad, la avalancha. Soy la sangre, el fuego, la pólvora. Soy el odio, el deseo y el hambre. Soy el Cazador.
     ——Como dije, sé quien eres.
     ——Aún así, debía presentarme. Ciertas reglas deben cumplirse siempre. Y tal vez no supieras lo suficiente, tal vez fueras a morir sin saber por qué.
     ——Saber por qué se vive es lo difícil. Pero sé ciertamente por qué voy a morir. No lo lamento; soy vieja y mis piernas no me impulsan como antes, ni mis cascos son tan firmes como antaño.
     —El hombre se acercó un poco más. Olía a metal y frío, a resina ardiendo en la punta de una flecha. Pero sonreía, y la sonrisa era de comprensión.
     ——Mientes. Soy el Cazador, y también soy el Primero, y no es fácil engañarme. No estás tan vieja como para no escapar. Pero estás aquí por proteger a los tuyos, y soy capaz de apreciar el valor, aunque sea inútil. Ven conmigo.
     ——¿No me matarás?
     ——Tal vez más tarde. Pero llevo mucho tiempo cazando y de vez en cuando es bueno detenerse. Vamos.
     La cierva lo siguió sin sentir que hubiera otra opción. Se dirigieron nuevamente a las orillas del lago. La cierva permaneció a unos metros de distancia, ramoneando la hierba para disimular. El hombre se sentó en la playa, tomó un poco de agua en su palma ahuecada y la ofreció. La cierva quiso acercarse.
     ——Vamos, valiente. Si no te dañé hasta ahora, ¿qué te hace pensar que cambiaré de opinión? Si quieres mi palabra de que no te haré daño, te la doy.
     La cierva bebió del agua que se le ofrecía. Sabía un poco a sangre, pero no dejó que eso le importara.
     ——Eso es. Al final seremos amigos, ya verás.
     La cierva miró recelosa al hombre mientras él, distraídamente, lanzaba un guijarro al agua. El guijarro se hundió dibujando círculos concéntricos en la superficie del lago.
     ——Señor... ¿sois el Primero?
     ——Soy.
     ——¿El que viaja sin cesar desde que este tiempo comenzó? ¿El Destructor?
     El hombre lanzó otra piedra. Esta vez, rebotó contra la superficie del agua antes de hundirse.
     ——Viajo, en efecto. Y, sinceramente, prefiero que me recuerden como el Constructor.
     ——Pensé que sólo ella... —comenzó la cierva, y calló, pues la mirada del hombre se había ensombrecido, y la siguiente piedra se hundió con fuerza, sin rebotar y se la oyó golpear contra el fondo del lago.
     ——Ella puede crear, es cierto. Pero yo puedo construir. Construir algo implica destruir otra cosa. Te diré, amiga cierva, que crear no cuesta nada más que el dolor de la creación. El que crea no necesariamente es responsable por lo que ha creado. Quien construye es responsable por lo que destruyó antes. Además, ella fue tan destructora como yo, pero lo concentró en un solo acto. Fue ella la culpable, ella la que arruinó la paz. No parece que importe: ustedes eligen amarla. Yo soy el Cazador, ella la Sembradora. Yo soy el Destructor, ella la Creadora. Si ustedes supieran, si supieran la verdad de lo que hizo.
     ——Ella comió del árbol —aventuró la cierva—. Ella supo, entonces. Pero era inocente. ¿Cómo podía saber, antes de saber?
La siguiente piedra zumbó en el aire como una abeja, rebotó diez veces y se hundió. El hombre frunció el ceño. Eligió cuidadosamente un nuevo proyectil. La cierva no pudo ver dónde dejó de rebotar.
     ——Conocí al primer ciervo, allá. Y al primer lobo. Era uno tan grande como el otro. Y muy buenos amigos, según recuerdo. ¿Qué tuvo eso que ver con el bien o con el mal? Vi al primer lobo comer al primer ciervo, lo vi vomitarlo después. Y comí de los restos del ciervo, y más tarde comí del lobo, y mucho más tarde comencé a sentirme orgulloso de ello. Todo porque ella comió.
     ——Del árbol prohibido... —musitó la cierva.
     ——¡Todos los árboles estaban prohibidos! ¿Cómo puede ser que nadie lo recuerde? Nunca pude comprender por qué lo hizo, nunca pude comprenderla a ella, ella que era una parte de mí. Y yo la amaba.
     Las lágrimas del hombre enturbiaron el agua del lago, levantando un fango espeso desde el fondo. Callaron los dos. El hombre insistía con sus guijarros; rebotaban una vez y se perdían en la distancia.
     ——Señor —titubeó la cierva—, yo la he visto. Yo podría decirle donde.
     ——¡No quiero verla! ¡No me interesa! ¿No entiendes? Estuvimos juntos por siempre, por un tiempo tan largo que cuando el universo se apague seguirá siendo siempre. Todo ese tiempo y sólo una regla: no comer. Comer era destruir, y destruir era malo porque todo lo creado era bueno. Tan sencillo como eso. Pero ella trajo el hambre. No el hambre que puedas sentir tú, cierva, no un hambre que se aplaque con un poco de pasto, con un conejo o un cerdo, sino un hambre que venía desde siempre. Un hambre que tal vez nunca se saciará.
     La cierva retrocedió.
     ——Señor... no me comas. Yo puedo decirte, yo sé.
     ——No mientas, amiga mía. Yo veo su obra, pero hace tiempo que nadie la ha visto a ella. Y no temas, no te comeré. Ya he cazado mi presa de hoy.
     Los ojos de la cierva se agrandaron, y se sintió desfallecer. Algo, supo entonces, estaba mal.
     ——Cuándo... ¿cuándo has cazado?
     ——Mientras hablábamos, mis piedras han dado a tres cervatillos, del otro lado del lago. Dos de ellos han muerto; el tercero lo hará pronto.
     ——¡Ay, señor! ¿Tienen acaso los tres una mancha clara en el hocico?
     ——La tienen.
     ——Entonces mátame también, pues ellos eran mis hijos. Me arriesgué gustosa a morir por ellos, pero no podré vivir sin tenerlos a mi lado.
     ——No puedo hacer eso, cierva. Te di mi palabra.
     ——Entonces, eres mucho peor de lo que yo temía, y lamento más que nunca haber hablado contigo. Si no vas a matarme, me iré a morir yo sola. Adiós, Primero. Ojalá nunca vuelvas a encontrarte con tu amada. No me mientas; sé que la buscas.
     La cierva dio la vuelta. Comenzó a internarse en el bosque, cuando el hombre la llamó.
     ——¡Cierva! ¿Eran los tres cervatillos de la misma edad? ¿Y los tres hijos tuyos?
     ——Lo eran.
     ——Pero las de tu especie sólo tienen una cría por vez.
     ——Como te dije, me he encontrado con ella. No esperes que te diga dónde.
     El hombre se dejó caer sobre el suelo y escondió la cabeza entre las piernas, sollozando.
     ——Yo no sabía, cierva. No podía saber.
     ——Pero yo te lo dije, Cazador. Y según recuerdo, ella tampoco sabía, pero no la perdonas.
     —El hombre calló. Arrancó una brizna de pasto mientras lloraba.
     ——Yo la perdoné hace mucho, cierva. Hace mucho. Y aún la amo. Fue creada para que yo la amase. Y de vez en cuando la busco, cierva, pero tengo miedo.
     ——¿Miedo de qué?
     ——De devorarla. Ella despertó el hambre, cierva. Después de una eternidad sin comer, despertó el hambre. Y ella es la única cosa viviente que no he comido jamás.
     La cierva meditó un poco aquello. Pensó en sus cervatillos, en los guijarros, en el poder terrible de aquel hombre.
     ——Me das lástima, Cazador, pero no la suficiente. Nunca querré decirte su paradero, después de tu crimen. Y me hubiera gustado, tal vez, ser tu amiga, pero ahora es imposible. Adiós.

El hombre quedó solo nuevamente. Dejó de llorar, cruzó el lago y cocinó a los tres cervatillos. Más tarde subió a la montaña y abrió un nuevo manantial. El agua era caliente y salada y los animales huirían de ella, pero no le importó: los hombres sabrían qué hacer.

10 de agosto de 2005

La Era del Herrero 3

De a poco, muy lentamente, como crece el musgo en la roca, despertaba en la razón de algunos la idea de estar siendo cómplices ya no de las palabras en pasado de un escribiente sino, peor aun, de un ultraje a la Armonía. En tanto otros, embelesados por lo que oían, querían seguir escuchando. No era éste el principio del relato de un poeta; les resultaba evidente que se descorría el velo de un secreto enorme. Eran estas dos sensaciones contrapuestas el nacimiento de un océano que separaría continentes. Y así habría sido aun si no hubiera existido este escribiente; aun si, de haber existido, no se hubiese encontrado con ese rollo; porque las palabras, escritas en otra lengua conocida por muy pocos, así lo decían. Aun si no hubiese habido rollo ni palabras.
-Los ancianos adivinos hablaban con unas voces que llamaban dioses. Esas voces les decían si cultivar la legumbre, la hortaliza, los alimentos de entonces.
Ahora el recinto parecía una taberna o una noche de mercado: todos escuchando con atención, urdiendo como telas el relato del poeta con sus propios pensamientos, sus propios relatos pequeños e indecibles de escribientes. Tal vez todo eso fuese una mentira. Al fin de cuentas, Ka-Ahs había estado encerrado por insultar al rey, y además usando el pasado, por negarse a agregar un tonel de vino antes de la temporada correspondiente. Sin embargo, pensar así sería un error. No por ver en Ka-Ahs a un borracho sino por suponer que era capaz de mentir en tan delicada materia, aquella masa de palabras transmitida de generación en generación fermentando incesantemente en la clandestinidad mientras morían y renacían los seres, se extinguían y se encendían los fuegos; la brasa ardiente en su pecho que compartía cada vez más con su mujer para que le quemase cada vez menos, hasta que ella dejó el mundo arrastrada por una inusitada crecida del río.
-Las voces de los dioses de aquellos ancianos adivinos hablaban de un tiempo mucho más lejano que el que les hablan las estrellas a nuestros ancianos astrónomos. Esos dioses habían advertido sobre la furia del volcán que los poetas evocan en sus canciones mucho antes de que existieran los reyes.
Hizo un silencio para dar tiempo a que esto que acababa de decir se depositara lentamente sobre el fondo del entendimiento o a que alguna voz pidiese explicaciones. A él mismo le había tomado soles y más soles comprender estas palabras, y aun así tampoco estaba seguro de interpretarlas en todo su significado.
Las palabras eran a los escribientes lo que las arcillas, los barros y el agua a los alfareros: sabían que cada una encastraba con las demás con una precisión solo inherente a ellas, que la palabra equivocada en el lugar indicado o aquella exacta en una ubicación errada podían dejar heridas abiertas por años, viudas desposeídas, odios que pasan de padres a hijos como una profesión o rencores horneándose a fuego lento hasta madurar en crímenes increíbles. Por eso había preguntado y repreguntado, dando forma a esa vasija en su mente dentro de la cual fermentaban los significados, esquivos pero plenos de razones, de las palabras antiguas.
-Veo que “dioses” no suscita curiosidad -admitió con algo de decepción-, sin embargo, esos dioses vieron lo que nos sucede en la actualidad y aun anticiparon el futuro.
-¿Y cómo es que viendo tan lejos hacia delante no llegaron hasta nosotros? -preguntó Ka-Bohr, uno de los escribientes más jóvenes y el único que compartía la cofradía con su padre (quien lo miró desde la primera fila con un gesto de desaprobación).
Ka-Ahs lo contempló fijamente. Cuando él mismo había alcanzado la madurez para llegar a esa pregunta, ya no tenía a quién hacérsela.
-No tengo todas las respuestas, joven hermano. Solo retazos, piezas de tela sueltas que no alcanzan a formar una prenda. A veces, mis ideas son hilos que cosen, pero no tengo modo de saber si lo hacen en la dirección correcta. Con respecto a tu dilema, he pensado que tal vez los dioses vieron tan claramente su fin como el de las legumbres, aquel lejano alimento que jamás conoceremos más que por su nombre. Así como nada podían hacer para evitar la muerte de las legumbres, así sucedería con ellos. Sin embargo... -vaciló antes de seguir. La otra respuesta que había urdido era tan insultante hacia la Armonía que se había aterrorizado cuando se le ocurrió, preguntándose en qué pliegues de su mente podía ocultarse semejante abominación del pensamiento, y luego ya no pudo abandonarla. Se había dicho a sí mismo que cuando llegara el momento de hablar no callaría nada, incluso si eso le costaba eso otro que con gran esfuerzo llamaba su vida. Y ahora que debía decir esto, temía: temía más que nada a que dejasen de escucharlo.
-Sin embargo -continuó-, los ancianos adivinos eran quienes hablaban con los dioses, y fueron ellos quienes no llegaron a nosotros como sí los ancianos sabios, herederos y custodios de la Armonía. Tal vez -atinó a decir frente a los rostros de estupor que enseguida trocaron por ira-, tal vez, los dioses aún hablan pero ya nadie los oye.Primero uno, tres, seis abandonaban sus bancos hacia la salida. De pronto hubo quienes, formando parte de la misma masa bulliciosa que parecía harta de tamaño desquicio, colocaron con estruendo las trancas en las puertas atronadoramente canceladas.

2 de agosto de 2005

La Era del Herrero 2

-Hubo un tiempo en que el escribiente no se ocupaba de asuntos de reyes.
Y el recinto se colmó de murmullos.
Desde hacía varios días, meses y años había buscado las palabras y el momento para decirlo, aunque era sabido que no era labor de escribientes elegir palabras ni momentos, sino todo lo contrario.
Sin embargo, todo había ocurrido según sus planes. Los demás, sentados en sus bancos de madera prestos a escuchar su pedido como él había hecho con los anteriores. Algunos que ya habían pasado y habían solicitado tintas y varas, rollos, alimentos, animales de carga, reparaciones domésticas, vestimenta, lo previsible. Y así como iban siendo solicitados, así el escribiente de escribientes tomaba nota, tal como hacían ellos con los pedidos del pueblo, para presentarlos ante el rey.
Él había imaginado con la precisión de los que esperan el pequeño salón de piedra donde se congregaban ahora, saturado del olor del aceite quemado de las lámparas tal como estaba en ese momento, a los demás sentados y atónitos por su uso del tiempo pasado -prohibido en el habla y la escritura de los escribientes- y, sobre todo, en una frase como ésa.
La mano del escribiente de escribientes yacía paralizada sosteniendo la vara entintada por la cual comenzaba a formarse y deslizarse lentamente una gota negra que, como en todos los casos, habría sido elaborada por su mujer, alguno de sus hijos o él mismo. Tal vez, sorprendido como sus pares por la provocativa intervención; tal vez, temeroso del castigo que podía pesarle si reproducía por escrito esa frase; tal vez, ambas cosas.
Esperó pacientemente a que las voces se silenciaran. Sabía, desde el momento de urdir su plan, los riesgos que corría. Y decidió que serían sus cófrades los depositarios de lo que tenía para decir y de la decisión sobre qué hacer con él. Aun cuando los escribientes eran personas de escasa memoria, que usaban las palabras solo para el presente o el futuro; aun si luego fuesen incapaces de recordar detalles, o quizá por eso, los prefería. Tampoco tenía mayores alternativas: el pueblo lo tomaría como cosas de poetas; los ancianos, fuesen sabios o astrónomos, como un peligro. Por eso, continuó con la misma voz calma que le habían dado los años y los avatares.
Avanzaba sobre las palabras despacio, como si de ese modo consiguiese fijarlas con mayor firmeza en el pensamiento de quienes lo escuchaban para convencerlos de su verdad. Necesitaba lograrlo. Por el cilindro de corteza que sostenía bajo su túnica, al cual casi nadie conocía, algunos habían buscado hasta darlo por perdido y unos pocos, poquísimos, apenas un manojo de almas, aún sospechaban en manos de alguien. Lo sostendría oculto hasta que llegase el momento de quitar de su interior el rollo escrito en ese lenguaje secreto por olvidado.
-Hubo un tiempo en que el escribiente no se ocupaba de asuntos de reyes -repitió ahora que su auditorio parecía recuperado de la sorpresa de esta misma frase, aunque aquí y allá aún se percibían movimientos nerviosos, cambios de posición, comezones rascadas. Sabía con certeza que esta verdad era conocida por muy pocos allí, a no ser que los abuelos y luego los padres de los más jóvenes se hubiesen arriesgado a violar las prohibiciones instauradas por generaciones. Sabía con certeza que era mucho lo que tenía para decir, muy difícil de entender y poco tiempo para hacerlo.
-En aquel tiempo lejano, el escribiente se dedicaba al pasado.
Una nueva oleada de murmullos recorrió el salón. Había previsto que cada revelación sería lava ardiente en los oídos y hasta podía intuir la incredulidad de aquellos jóvenes y no tanto porque era idéntica a la que él había sentido, anidada y alimentada durante años: ¿cómo era posible que lo que hoy hacían los poetas, un mero divertimento para el pueblo, fuese labor de escribientes?, ¿cómo podían ser la vara, la tinta y el rollo al servicio de tan superflua tarea?
Hacia el fondo, en una semipenumbra, alcanzó a ver a alguien (a quien había esperado ver) levantándose intempestivamente de su asiento con la decisión en el rostro de abandonar el lugar. De inmediato, bocas le susurraban algo y manos lo sosegaban, conseguían que recuperase su asiento.
-¡Vamos, viejo! ¡Tengo animales enfermos que hacer curar! -gritó uno.
Con la misma calma, alzó su mano en señal de cordialidad.
-Hay mucho que escuchar todavía. En poco tiempo, te interesará más la salud de los tuyos.
De a poco, más lentamente que antes, retornó la calma al pequeño recinto.
-Decía que nuestros escribientes predecesores se dedicaron al pasado.
-¡¿Y quiénes escribían las cosas de los reyes entonces?! -interrumpió uno, exaltado.
-Los ancianos -respondió como si acabara de decir algo tan común como que el día comienza cuando acaba la noche-. Sí, los ancianos escribían también. Por eso había rollos y rollos acumulándose en dos recintos diferentes: los del pasado y los de los reyes, que tampoco se llamaban así, pero no importa.
Hizo una breve pausa antes de decir lo que seguía. A esa altura solo se oía el silencioso arder de las lámparas.-Había, como hoy, ancianos sabios, pero no ancianos astrónomos. Los ancianos que miraban al futuro se llamaban adivinos y no leían las estrellas.

26 de julio de 2005

Cuadernos 2 - La creación II (del cuaderno de Lucio)

...pero no fue así que empezó el universo.


    En el Comienzo estaban los Hombres, y estaban las Mujeres.


    (No es más difícil de imaginar que la Nada, si se hace el esfuerzo. Cuando todo comenzó, estaban allí.)


    Los Hombres vivían en las montañas, en ciudades orgullosas junto a precipicios cubiertos de niebla. Tallaban caras grotescas en la roca, por el mero placer de hacerlo. Cazaban, construían, derribaban árboles para alimentar las fraguas. Los Hombres amasaban rocas y lava y la sangre de sus presas, y creaban nuevos Hombres.


    El mar les estaba vedado.


    Abajo, en los valles, vivían la Mujeres. No tenían ciudades, las Mujeres; dormían bajo los árboles, o en lechos de hojas secas a orillas de los ríos. Sembraban, cosechaban y cuidaban jardines de caprichoso diseño, por el mero placer de hacerlo. Tejían sus vestidos con lanas coloreadas y cantaban canciones que siempre incluían una palabra nueva. Las Mujeres se tomaban de las manos y soñaban semillas, y de las semillas soñadas brotaban nuevas mujeres.


    El mar era un misterio que no debía sondearse.


    Pero hubo un hombre que hizo un barco; hubo una mujer que hizo un barco. No sabían por qué, pero algo los llamaba, una voz muda sobrevolando las olas. No sabían porqué, pero era tan necesario como esa prohibición que, como ellos, estaba ahí desde el Comienzo.


    El hombre era alto, enjuto, correoso. Saltaba entre las rocas como una cabra; trepaba a los árboles como una ardilla.
    La mujer era altiva, apasionada, flexible. Montaba a caballo en pelo; sabía ver las raíces del viento y aplacarlas.


    De madera hizo el Hombre su barco. Tumbó árboles gigantes de una ladera boscosa, y allí mismo lo construyó. Tuvo una cubierta amplísima, bodega y espacio para veinte remeros; pues el Hombre asumió que sería necesario un gran esfuerzo para cruzar las aguas. Trajo brea de las montañas para calafatearlo, y los Hombres lo admiraron: era un barco sólido y bien armado.


    A orillas de un río, de juncos trenzó su barco la Mujer. Le agregó un mástil y una vela, pero dejó poco espacio para tripulantes; pues la mujer asumió que, siendo el mar tan vasto, la velocidad era esencial. Lo cubrió por fuera con resinas aromáticas, y pintó la vela con extractos de flores. Era un barco bello y ligero como la Mujer misma; y todas las Mujeres le desearon suerte.


    Pero nadie quiso acompañarlos.
    A nadie más que a ellos les importaba la prohibición. Los Hombres eran felices en su mundo de nieve y fuego; las Mujeres se contentaban con las praderas y el sol.


    Estaban los dos solos cuando se encontraron en la playa.
    El Hombre arrojaba puñados de arena al mar, junto a su barco sin remeros. Tras bajar la marea, la nave había encallado y se balanceaba como un animal herido. El Hombre miraba el horizonte sin pensar en nada, cuando oyó los sollozos de la Mujer.


    El barco de la Mujer, al menos, había navegado. Ella sola lo había botado y guiado hacia el mar; pero sin tripulación, no pudo con el timón y la vela, y el viento la había arrastrado a la costa. Ahora la Mujer lloraba de impotencia y miedo; pues comprendía que su barco era demasiado frágil y que el intento hubiera podido ser fatal.


    No cambiaron palabra, pues no conocían el lenguaje del otro. Pero el Hombre vio el barco y supo que la pena era la misma. Se divirtió al notar la fragilidad del velero; pero admiró la sencillez de sus líneas y la idea de viajar con el viento. Invitó a la Mujer a seguirlo y le mostró su nave; y la mujer rió abiertamente al ver la mole de madera, pero apreció la serenidad con la que recibía las olas.
    En silencio, comenzaron a trabajar en un nuevo barco. Y el Hombre desarmó para ello parte del suyo; pero la Mujer prefirió dejar su primer intento como estaba, y buscó nuevos juncos y tejió nuevas velas.
    Finalmente, zarparon. El Hombre remó hasta pasar la rompiente. La Mujer izó las velas, y el viento los alejó de la costa hasta que sólo se pudo ver mar alrededor. Y ellos no lo sabían, pero con cada metro que se alejaban morían un Hombre y una Mujer, y cuando no quedó ninguno murieron los animales y las plantas y finalmente no hubo tierra firme ni horizonte. Navegaban ambos en un infinito azul mar azul cielo.


    Pero no existe el infinito, no existe viaje si no hay dónde llegar; el mismo navegar definió una costa. No era gran cosa, apenas un peñón desierto en medio del cielo mar. El Hombre y la Mujer desembarcaron, y en el momento de pisar tierra el barco se hundió.


    Durmieron.


    Al despertar no encontraron viento, ni cielo ni peñón ni mar alguno; sólo quedaban ellos. Y ella supo que era capaz de crear, pero que no podría hacerlo sola. Y él supo que no podría construir sin materiales. Por unos instantes, no supieron qué hacer con sus vidas.


    Les llegó entonces el momento del fuego y la cópula.


    Tal vez fue la Mujer quien, desesperada por llenar ese universo vacío, intentó crearlo todo al mismo tiempo. Tal vez fue el Hombre quien, decidido a construir algo, utilizó el único material a su alcance, que eran ellos mismos. Tal vez se trató solamente del hecho de que eran el único Hombre y la única Mujer, enlazados de la única manera posible.
    Lo cierto es que sobrevino el fuego y sus cuerpos crepitaron y se consumieron lentamente. Lo cierto es que ya no hubo montañas ni valles ni Hombres ni Mujeres. Sólo quedó, suspendido en el vacío, el fruto de su unión: el primer dios.


    Y ese dios estaba solo.


    Nunca nadie había sentido una soledad tal, la soledad del vacío sin espacio y sin tiempo. Una eternidad pasó hasta que el primer dios pudo recordar que era fruto de Hombre y Mujer; otra eternidad hasta que comprendió que, además de ser el único en el universo, el era el universo.


    De lo que pasó luego, mucho se ha escrito, y cada versión tiene algo de verdad. Si hay un dios o muchos, si son todos el mismo primigenio o se desprendieron de aquel, poco importa: finalmente hubo un universo nuevo regido por Él, por Ellos.
    Pero nunca olvidaron a sus creadores, ni perdonan el horror de aquella dolorosa, infinita soledad.

25 de julio de 2005

Juan Poquito: Cuaderno repetido e instrucciones de uso.

Querubines, serafines, arcángeles, tronos y demás lectores alados de Aguavivas:

Para empezar la semana, agrego al blog el mismo Cuaderno de Lucio que envié por mail. Esto se debe a que la última entrega de Ingrid cierra un ciclo de In, Lucio y Miguel, llamado "Omisiones". Pueden encuadernarlo. Y no se pierdan la próxima parte "Vera historia de la conquista", disponible a partir del... bueno, cuando empiece a escribir. Pero mientras tanto, como cuarto intermedio, robaremos un par de historias del cuaderno de Lucio. Espero que lo disfruten. Por ahora, para ir entrando en calor:

Cuadernos I - La creación (del cuaderno de Lucio)

...pero no fue así como se creó el mundo.
      En el principio no había nada.
      Presten atención: No es que había algo, y ese algo era la Nada. La Nada, por definición, no es, no puede ser ni haber ni parecer ni nada, porque en la Nada nada puede ser sujeto ni predicado (ni predicativo, llegado el caso) del famoso Verbo inicial.
      Así pues: no había ni siquiera Nada. Y esa precisamente, es la definición que estábamos buscando. Así pues: en el principio había algo, y ese algo era la Nada.
      En el principio, entonces, era la contradicción.
      Y así nos va.

22 de julio de 2005

La Era del Herrero 1

Comienza así la Era del Herrero.
Hay dos ancianos sabios que abandonan el lugar contra todas las prohibiciones. ¿Quién les preguntará a dónde se dirigen sin pasar por irreverente? Ni siquiera allí donde una mujer alimenta a varios animales se detienen por agua y comida. Y son seguidos en su lento andar por más de un par de ojos. Ni siquiera allí donde los árboles empequeñecen y se vuelven arbustos y luego, hierba corta. Tampoco hablan entre sí. Tampoco se miran. Solo llevan sus cuerpos arrastrando las suelas contra el pedregullo y sus propias sombras. Solo sus blancos cabellos se balancean.
Ahora el sol derrama su luz intensamente y solo serán los pájaros, el pasto y los pequeños insectos testigos mudos del secreto diálogo por venir.
Ahora sí los ojos se cruzan.
-Es indetenible -dice sin introducciones ni justificativos. No hay en su tono ninguna señal de jerarquías ni sentimientos. El otro anciano sabio lo mira pensativo sin enojo o reproche.
-Nada es indetenible. Solo es demasiada la estupidez de los hombres -sentencia, como si estuviesen intercambiando opiniones, y pierde la vista en la distancia. Una leve brisa ondula sus vestimentas. Las sombras de todo se acortan sin pausa.
-Entonces, la Armonía nos compensará porque hemos hecho todo lo que estuvo a nuestro alcance -dice el primero con la misma voz anciana, casi susurrante, casi preguntando.
El otro golpea su bastón contra la tierra.
-Deberás conservar muy dentro tuyo esas palabras para que sean alimento de las criaturas de la tierra.
-No planeo morir pronto.
-No parece -replica secamente y comienza la lenta marcha de regreso seguido por el otro. Ya no hay sombras y los ancianos sudan al calor del mediodía.

13 de julio de 2005

Ingrid 7: Otros colores, por Juan Poquito

Suena el teléfono y descubro que me quedé dormida. Siento el eco de una voz en mi cabeza, pero no distingo las palabras. Levanto el tubo: Daniela. Sí, voy. No, no sé. Caro iba a averiguar. Sí, la verdad que sí, me quedé dormida. No, está bien, si no no me levantaba más.
Y ya los puedo oír a ustedes: ¿levantarte, In? Hace meses que no te levantás. Falso, queridos, nada más falso. ¿O no saben acaso de la pendiente que he remontado, de los peldaños que, pasito a paso, he subido? Si Ingrid se había ido -y ustedes saben que no se fue, si no que la robaron- si me había ido estoy de vuelta, más fuerte, más sabia, más.
¿Hola? Hola Yoli ¿cómo estás?
No hay que preguntarle a Yoli cómo está, pero las convenciones son las convenciones. La cagada es que Yoli no acepta su parte, que implica no responder realmente a la pregunta. No, Yoli responde con el relato de cómo está, cómo estuvo y cómo estará, acompañado por supuesto de los múltiples detalles que justifican cada estado de ánimo. Me voy sacando la ropa mientras habla, y cuando termino la apuro porque tengo frío. A las diez, en el bar de Olleros y Alvarez Thomas. Son ocho y media; hay tiempo.
Menos mal, porque lo necesito. Necesito sentir el agua, tan caliente como sea posible, bajando sobre mi piel hasta lavarme el alma. Ducharme pone mi mente en blanco, me borra los pensamientos. Lástima que no haga lo mismo con los recuerdos. En el comedor, suena el teléfono. Dejo que el contestador atienda.
Salgo del baño envuelta en una nube de vapor. Me tiro desnuda sobre la cama, sin moverme, con la cabeza envuelta en la toalla cálida y húmeda
como un capullo
mi cuerpo está hecho de agua y mis huesos son madera vidrio plomo hundiéndose en el colchón
como un abrigo
sus manos en mi frente, su voz leyendo en mi fiebre frente caliente húmeda Cortázar cronopios bailando tregua bailando catala
tregua
como un pulpo de fieltro
(¿estás mejor?) No; sí: peldaños, pendientes, caída
(Me voy. No me preguntes adónde porque no sé.)

Suena el teléfono y descubro que me quedé dormida. Siento el eco de una voz en mi cabeza, pero no distingo las palabras. Levanto el tubo. ¡Lu!, anuncia la voz desde el otro lado, y por una nadísima de segundo la sílaba se me dispara hacia otra voz, otro año, otros colores.
Luján, tan luminosa como siempre, que quiere saber dónde nos encontramos. Esto ya es sospechoso ¿desde cuándo soy un referente a la hora de organizar? Olleros, sí. ¿Qué tenés? Sueño tengo, Lu. Nos vemos.
Cómo he llegado hasta aquí (de pie, desnuda ante el espejo pero también, ustedes saben, desnuda y ante el espejo), me pregunto y si sé la respuesta, queridos, no pienso dárselas. Ahí tienen.
"¿Qué tenés?" Quisiera saberlo, la verdad. Tengo veintinueve años, un par de kilos de más, un par de esperanzas menos, un par de tetas interesantes y todavía firmes, una personalidad no tan firme (ni tan interesante: agréguenlo, cretinos), un ex-novio, una ex-amiga (y realmente: ¿se "tiene" un ex-algo?), un vestido en la mano que no es el que me voy a poner, y el deseo del deseo de conocer a otra persona.
O no. Ni eso. Seamos sinceros ¿no les parece? Me envuelvo en la bata azul oscuro que, ya sé que están cansados de oírlo, es un tanto masculina pero queda bien con mi pelo rubio (dato relevante si hubiera aquí alguien para apreciarlo ¿no, In?) y soy sincera: no tengo ganas.
Sí de ver a las chicas; si de salir de entre estas cuatro paredes (que no son cuatro, pero sabemos exactamente el número porque una vez las contaste) pero no de conocer gente (tipos, In, tipos), no de ponerme una ropa que no me queda mal pero definitivamente me incomoda. Salir a la pista y sentirme como un oso amaestrado bailoteando al compás, tomar un par de tragos, hundirme en la música, en las luces parpadeantes, hasta transmutar de oso a otra cosa más grácil pero igualmente incómoda, una jirafa en llamas en medio de la gente, llamando la atención y balanceándome enorme sobre ellos. No. No hoy. Tal vez el próximo fin de semana.
Me sirvo un lemoncello, enciendo el televisor. Voy a pasar por todos los canales del cable para corroborar que ya vi todo. El teléfono suena: Daniela otra vez. Sí, ya me avisaron. A las diez. Apago la campanilla y tapo el contestador. Ya salí hacia otra parte. En la pantalla, Tom Hanks habla con un chico de cosas que seguramente son mentira.

7 de julio de 2005

CONMEMORO, por Gustavo

Donde el vacío
se queja de lleno
y la venganza
enamora a un cobarde;
donde las almitas discontinuas
se continúan
por políticamente incorrectas
corruptas de gangrenas
por mogólicas de cuerpos

ahí
donde bebiste mi pus
y te supo bien

ahí mismo
minúsculo sitio
celebro este rito:
nos conmemoro.

CESES CEDERES, por Gustavo

Hola gente.
Retomamos la actividad con un cuento de Gustavo. Si quieren dejar un comentario, pueden hacerlo en juanpoquito.blogspot.com, para que todos lo lean.
¡Salud!
Juan Poquito


CESES CEDERES

Nadie que esté vivo conoce con certeza el día de su muerte.
Menos todavía la fecha de no ceder, cuando todas las anestesias del mundo se acaban de súbito y no queda más que una punzante resaca imperceptible; cuando la imperturbabilidad del día a día, tras erosionarse como los desiertos, se desvanece para dar rienda suelta a esa Bestia fortalecida de tan domesticada.
Y después de todo, desciframos signos e interpretamos símbolos aunados por sobre toda condición social, cultural, académica, económica, política, humana al fin de cuentas. Sin embargo, mira por la ventanilla con las manos sobre la cartera encima de su falda. Tan nadie como los otros, que miran por las ventanillas con sus manos en algún lugar cada uno. Al de al lado le suena el celular y da las coordenadas del colectivo, como si eso fuese sinónimo de cerca o lejos o debiese ser entendido como sinónimo de próximo o distante en tiempo y lugar.
Y todo confluye.
Todo concurre.
Finalmente.
Un gesto, un algo, un nada dice, para quien quiera o sepa entenderlo, que está por bajar. Tal vez, ese leve estiramiento del cuello, una forma otra de mirar, un moverse. No importa cuáles ni cuántos, los indicios deben ser éstos y, seguramente, también otros. Y otros son los que dicen que habrá batalla cuando el rey esté muerto y haya que poner a otro o cuando el que vuelva de Sevilla reclame su asiento. Un acercarse de a poco, un agazaparse de puma para, saltando por sobre lo correcto, la norma tácita, caer sobre la presa con esa precisión única del instinto.
Los zapatos se tocan como quien se calza un yelmo.
Sin embargo, hay un resquicio de esperanza: hay palabra. Palabra de advertencia (dentadura de jauría que gruñe amenazante), pero palabra al fin.
-¡Me está empujando!
La Bestia retrocede, se serena, se distancia, mira alrededor; porque la palabra es vergüenza con látigo o viceversa. Pero hay silencio otra vez. Silencio de motores, timbres, puertas, teléfonos, toses, estornudos, pero silencio al fin.
Irrumpe la certeza como en todo transcurso. Se pone de pie y toca el timbre del cerebro del conductor. Y una mano agarra un brazo, los dedos se ciñen con fuerza para torcer el desenlace, para sancionar la afrenta. Se cruzan miradas. Se muestran colmillos. Quién lo vio primero o quién estaba de antes se pierden en un forcejeo que distrae distracciones por antinatural. El guión del contacto entre los cuerpos en lo colectivo es infinitamente más claro y estricto que en lo individual. Y también hay un momento en que la confrontación troca en espanto. Y también hay un punto de no retorno.
El monstruo bifronte de cuatro brazos y dos pares de piernas representa un unipersonal frente al público impasible y pronuncia su trágico monólogo.
-¡Corrasé! -dice u ordena o suplica. Y, coreográfico, el empujón sobreviene más contundente que violento. Como siempre, ineluctable, hay un gozoso de hipérboles que se relame de morbo.
Y es que cuando un asiento convoca al caos, el paraguas es arma.
Y resulta ser que en las antípodas de esta tierra se tejen los destinos.
Luz amarilla que convoca al conductor a fustigar con latigazos de pedal a los caballos de fuerza y lanzar toneladas de mole como bólido a la carrera. Y ese nadie que, sin embargo, se aventuró como cegado en la misma confluencia astrológica urbana de círculos luminosos verdes, amarillos y rojos.
Intempestivo por impredecible todo se sacude y se agita. Ciclón de voces exasperadas con epicentro en un volante. Gritos, aullidos, desgarros. Metal con metal con vidrio contra metal con plástico con agua con pintura contra metal con plástico con goma con metal... Y la locura, que irrumpe en este terremoto babélico luciendo el traje que más la exalta: el de la sangre.
Se produce por fin la cesión cuando todo cesa. Un cuerpo yace quieto. Todos los cuerpos yacen iluminados por luces parpadeantes, pero ese, más, posando desarticulado e imposible para los flashes. El otro, no; el otro ya empezó a tejer su relato que lo cobije porque no puede parar de ver.