26 de julio de 2005

Cuadernos 2 - La creación II (del cuaderno de Lucio)

...pero no fue así que empezó el universo.


    En el Comienzo estaban los Hombres, y estaban las Mujeres.


    (No es más difícil de imaginar que la Nada, si se hace el esfuerzo. Cuando todo comenzó, estaban allí.)


    Los Hombres vivían en las montañas, en ciudades orgullosas junto a precipicios cubiertos de niebla. Tallaban caras grotescas en la roca, por el mero placer de hacerlo. Cazaban, construían, derribaban árboles para alimentar las fraguas. Los Hombres amasaban rocas y lava y la sangre de sus presas, y creaban nuevos Hombres.


    El mar les estaba vedado.


    Abajo, en los valles, vivían la Mujeres. No tenían ciudades, las Mujeres; dormían bajo los árboles, o en lechos de hojas secas a orillas de los ríos. Sembraban, cosechaban y cuidaban jardines de caprichoso diseño, por el mero placer de hacerlo. Tejían sus vestidos con lanas coloreadas y cantaban canciones que siempre incluían una palabra nueva. Las Mujeres se tomaban de las manos y soñaban semillas, y de las semillas soñadas brotaban nuevas mujeres.


    El mar era un misterio que no debía sondearse.


    Pero hubo un hombre que hizo un barco; hubo una mujer que hizo un barco. No sabían por qué, pero algo los llamaba, una voz muda sobrevolando las olas. No sabían porqué, pero era tan necesario como esa prohibición que, como ellos, estaba ahí desde el Comienzo.


    El hombre era alto, enjuto, correoso. Saltaba entre las rocas como una cabra; trepaba a los árboles como una ardilla.
    La mujer era altiva, apasionada, flexible. Montaba a caballo en pelo; sabía ver las raíces del viento y aplacarlas.


    De madera hizo el Hombre su barco. Tumbó árboles gigantes de una ladera boscosa, y allí mismo lo construyó. Tuvo una cubierta amplísima, bodega y espacio para veinte remeros; pues el Hombre asumió que sería necesario un gran esfuerzo para cruzar las aguas. Trajo brea de las montañas para calafatearlo, y los Hombres lo admiraron: era un barco sólido y bien armado.


    A orillas de un río, de juncos trenzó su barco la Mujer. Le agregó un mástil y una vela, pero dejó poco espacio para tripulantes; pues la mujer asumió que, siendo el mar tan vasto, la velocidad era esencial. Lo cubrió por fuera con resinas aromáticas, y pintó la vela con extractos de flores. Era un barco bello y ligero como la Mujer misma; y todas las Mujeres le desearon suerte.


    Pero nadie quiso acompañarlos.
    A nadie más que a ellos les importaba la prohibición. Los Hombres eran felices en su mundo de nieve y fuego; las Mujeres se contentaban con las praderas y el sol.


    Estaban los dos solos cuando se encontraron en la playa.
    El Hombre arrojaba puñados de arena al mar, junto a su barco sin remeros. Tras bajar la marea, la nave había encallado y se balanceaba como un animal herido. El Hombre miraba el horizonte sin pensar en nada, cuando oyó los sollozos de la Mujer.


    El barco de la Mujer, al menos, había navegado. Ella sola lo había botado y guiado hacia el mar; pero sin tripulación, no pudo con el timón y la vela, y el viento la había arrastrado a la costa. Ahora la Mujer lloraba de impotencia y miedo; pues comprendía que su barco era demasiado frágil y que el intento hubiera podido ser fatal.


    No cambiaron palabra, pues no conocían el lenguaje del otro. Pero el Hombre vio el barco y supo que la pena era la misma. Se divirtió al notar la fragilidad del velero; pero admiró la sencillez de sus líneas y la idea de viajar con el viento. Invitó a la Mujer a seguirlo y le mostró su nave; y la mujer rió abiertamente al ver la mole de madera, pero apreció la serenidad con la que recibía las olas.
    En silencio, comenzaron a trabajar en un nuevo barco. Y el Hombre desarmó para ello parte del suyo; pero la Mujer prefirió dejar su primer intento como estaba, y buscó nuevos juncos y tejió nuevas velas.
    Finalmente, zarparon. El Hombre remó hasta pasar la rompiente. La Mujer izó las velas, y el viento los alejó de la costa hasta que sólo se pudo ver mar alrededor. Y ellos no lo sabían, pero con cada metro que se alejaban morían un Hombre y una Mujer, y cuando no quedó ninguno murieron los animales y las plantas y finalmente no hubo tierra firme ni horizonte. Navegaban ambos en un infinito azul mar azul cielo.


    Pero no existe el infinito, no existe viaje si no hay dónde llegar; el mismo navegar definió una costa. No era gran cosa, apenas un peñón desierto en medio del cielo mar. El Hombre y la Mujer desembarcaron, y en el momento de pisar tierra el barco se hundió.


    Durmieron.


    Al despertar no encontraron viento, ni cielo ni peñón ni mar alguno; sólo quedaban ellos. Y ella supo que era capaz de crear, pero que no podría hacerlo sola. Y él supo que no podría construir sin materiales. Por unos instantes, no supieron qué hacer con sus vidas.


    Les llegó entonces el momento del fuego y la cópula.


    Tal vez fue la Mujer quien, desesperada por llenar ese universo vacío, intentó crearlo todo al mismo tiempo. Tal vez fue el Hombre quien, decidido a construir algo, utilizó el único material a su alcance, que eran ellos mismos. Tal vez se trató solamente del hecho de que eran el único Hombre y la única Mujer, enlazados de la única manera posible.
    Lo cierto es que sobrevino el fuego y sus cuerpos crepitaron y se consumieron lentamente. Lo cierto es que ya no hubo montañas ni valles ni Hombres ni Mujeres. Sólo quedó, suspendido en el vacío, el fruto de su unión: el primer dios.


    Y ese dios estaba solo.


    Nunca nadie había sentido una soledad tal, la soledad del vacío sin espacio y sin tiempo. Una eternidad pasó hasta que el primer dios pudo recordar que era fruto de Hombre y Mujer; otra eternidad hasta que comprendió que, además de ser el único en el universo, el era el universo.


    De lo que pasó luego, mucho se ha escrito, y cada versión tiene algo de verdad. Si hay un dios o muchos, si son todos el mismo primigenio o se desprendieron de aquel, poco importa: finalmente hubo un universo nuevo regido por Él, por Ellos.
    Pero nunca olvidaron a sus creadores, ni perdonan el horror de aquella dolorosa, infinita soledad.

25 de julio de 2005

Juan Poquito: Cuaderno repetido e instrucciones de uso.

Querubines, serafines, arcángeles, tronos y demás lectores alados de Aguavivas:

Para empezar la semana, agrego al blog el mismo Cuaderno de Lucio que envié por mail. Esto se debe a que la última entrega de Ingrid cierra un ciclo de In, Lucio y Miguel, llamado "Omisiones". Pueden encuadernarlo. Y no se pierdan la próxima parte "Vera historia de la conquista", disponible a partir del... bueno, cuando empiece a escribir. Pero mientras tanto, como cuarto intermedio, robaremos un par de historias del cuaderno de Lucio. Espero que lo disfruten. Por ahora, para ir entrando en calor:

Cuadernos I - La creación (del cuaderno de Lucio)

...pero no fue así como se creó el mundo.
      En el principio no había nada.
      Presten atención: No es que había algo, y ese algo era la Nada. La Nada, por definición, no es, no puede ser ni haber ni parecer ni nada, porque en la Nada nada puede ser sujeto ni predicado (ni predicativo, llegado el caso) del famoso Verbo inicial.
      Así pues: no había ni siquiera Nada. Y esa precisamente, es la definición que estábamos buscando. Así pues: en el principio había algo, y ese algo era la Nada.
      En el principio, entonces, era la contradicción.
      Y así nos va.

22 de julio de 2005

La Era del Herrero 1

Comienza así la Era del Herrero.
Hay dos ancianos sabios que abandonan el lugar contra todas las prohibiciones. ¿Quién les preguntará a dónde se dirigen sin pasar por irreverente? Ni siquiera allí donde una mujer alimenta a varios animales se detienen por agua y comida. Y son seguidos en su lento andar por más de un par de ojos. Ni siquiera allí donde los árboles empequeñecen y se vuelven arbustos y luego, hierba corta. Tampoco hablan entre sí. Tampoco se miran. Solo llevan sus cuerpos arrastrando las suelas contra el pedregullo y sus propias sombras. Solo sus blancos cabellos se balancean.
Ahora el sol derrama su luz intensamente y solo serán los pájaros, el pasto y los pequeños insectos testigos mudos del secreto diálogo por venir.
Ahora sí los ojos se cruzan.
-Es indetenible -dice sin introducciones ni justificativos. No hay en su tono ninguna señal de jerarquías ni sentimientos. El otro anciano sabio lo mira pensativo sin enojo o reproche.
-Nada es indetenible. Solo es demasiada la estupidez de los hombres -sentencia, como si estuviesen intercambiando opiniones, y pierde la vista en la distancia. Una leve brisa ondula sus vestimentas. Las sombras de todo se acortan sin pausa.
-Entonces, la Armonía nos compensará porque hemos hecho todo lo que estuvo a nuestro alcance -dice el primero con la misma voz anciana, casi susurrante, casi preguntando.
El otro golpea su bastón contra la tierra.
-Deberás conservar muy dentro tuyo esas palabras para que sean alimento de las criaturas de la tierra.
-No planeo morir pronto.
-No parece -replica secamente y comienza la lenta marcha de regreso seguido por el otro. Ya no hay sombras y los ancianos sudan al calor del mediodía.

13 de julio de 2005

Ingrid 7: Otros colores, por Juan Poquito

Suena el teléfono y descubro que me quedé dormida. Siento el eco de una voz en mi cabeza, pero no distingo las palabras. Levanto el tubo: Daniela. Sí, voy. No, no sé. Caro iba a averiguar. Sí, la verdad que sí, me quedé dormida. No, está bien, si no no me levantaba más.
Y ya los puedo oír a ustedes: ¿levantarte, In? Hace meses que no te levantás. Falso, queridos, nada más falso. ¿O no saben acaso de la pendiente que he remontado, de los peldaños que, pasito a paso, he subido? Si Ingrid se había ido -y ustedes saben que no se fue, si no que la robaron- si me había ido estoy de vuelta, más fuerte, más sabia, más.
¿Hola? Hola Yoli ¿cómo estás?
No hay que preguntarle a Yoli cómo está, pero las convenciones son las convenciones. La cagada es que Yoli no acepta su parte, que implica no responder realmente a la pregunta. No, Yoli responde con el relato de cómo está, cómo estuvo y cómo estará, acompañado por supuesto de los múltiples detalles que justifican cada estado de ánimo. Me voy sacando la ropa mientras habla, y cuando termino la apuro porque tengo frío. A las diez, en el bar de Olleros y Alvarez Thomas. Son ocho y media; hay tiempo.
Menos mal, porque lo necesito. Necesito sentir el agua, tan caliente como sea posible, bajando sobre mi piel hasta lavarme el alma. Ducharme pone mi mente en blanco, me borra los pensamientos. Lástima que no haga lo mismo con los recuerdos. En el comedor, suena el teléfono. Dejo que el contestador atienda.
Salgo del baño envuelta en una nube de vapor. Me tiro desnuda sobre la cama, sin moverme, con la cabeza envuelta en la toalla cálida y húmeda
como un capullo
mi cuerpo está hecho de agua y mis huesos son madera vidrio plomo hundiéndose en el colchón
como un abrigo
sus manos en mi frente, su voz leyendo en mi fiebre frente caliente húmeda Cortázar cronopios bailando tregua bailando catala
tregua
como un pulpo de fieltro
(¿estás mejor?) No; sí: peldaños, pendientes, caída
(Me voy. No me preguntes adónde porque no sé.)

Suena el teléfono y descubro que me quedé dormida. Siento el eco de una voz en mi cabeza, pero no distingo las palabras. Levanto el tubo. ¡Lu!, anuncia la voz desde el otro lado, y por una nadísima de segundo la sílaba se me dispara hacia otra voz, otro año, otros colores.
Luján, tan luminosa como siempre, que quiere saber dónde nos encontramos. Esto ya es sospechoso ¿desde cuándo soy un referente a la hora de organizar? Olleros, sí. ¿Qué tenés? Sueño tengo, Lu. Nos vemos.
Cómo he llegado hasta aquí (de pie, desnuda ante el espejo pero también, ustedes saben, desnuda y ante el espejo), me pregunto y si sé la respuesta, queridos, no pienso dárselas. Ahí tienen.
"¿Qué tenés?" Quisiera saberlo, la verdad. Tengo veintinueve años, un par de kilos de más, un par de esperanzas menos, un par de tetas interesantes y todavía firmes, una personalidad no tan firme (ni tan interesante: agréguenlo, cretinos), un ex-novio, una ex-amiga (y realmente: ¿se "tiene" un ex-algo?), un vestido en la mano que no es el que me voy a poner, y el deseo del deseo de conocer a otra persona.
O no. Ni eso. Seamos sinceros ¿no les parece? Me envuelvo en la bata azul oscuro que, ya sé que están cansados de oírlo, es un tanto masculina pero queda bien con mi pelo rubio (dato relevante si hubiera aquí alguien para apreciarlo ¿no, In?) y soy sincera: no tengo ganas.
Sí de ver a las chicas; si de salir de entre estas cuatro paredes (que no son cuatro, pero sabemos exactamente el número porque una vez las contaste) pero no de conocer gente (tipos, In, tipos), no de ponerme una ropa que no me queda mal pero definitivamente me incomoda. Salir a la pista y sentirme como un oso amaestrado bailoteando al compás, tomar un par de tragos, hundirme en la música, en las luces parpadeantes, hasta transmutar de oso a otra cosa más grácil pero igualmente incómoda, una jirafa en llamas en medio de la gente, llamando la atención y balanceándome enorme sobre ellos. No. No hoy. Tal vez el próximo fin de semana.
Me sirvo un lemoncello, enciendo el televisor. Voy a pasar por todos los canales del cable para corroborar que ya vi todo. El teléfono suena: Daniela otra vez. Sí, ya me avisaron. A las diez. Apago la campanilla y tapo el contestador. Ya salí hacia otra parte. En la pantalla, Tom Hanks habla con un chico de cosas que seguramente son mentira.

7 de julio de 2005

CONMEMORO, por Gustavo

Donde el vacío
se queja de lleno
y la venganza
enamora a un cobarde;
donde las almitas discontinuas
se continúan
por políticamente incorrectas
corruptas de gangrenas
por mogólicas de cuerpos

ahí
donde bebiste mi pus
y te supo bien

ahí mismo
minúsculo sitio
celebro este rito:
nos conmemoro.

CESES CEDERES, por Gustavo

Hola gente.
Retomamos la actividad con un cuento de Gustavo. Si quieren dejar un comentario, pueden hacerlo en juanpoquito.blogspot.com, para que todos lo lean.
¡Salud!
Juan Poquito


CESES CEDERES

Nadie que esté vivo conoce con certeza el día de su muerte.
Menos todavía la fecha de no ceder, cuando todas las anestesias del mundo se acaban de súbito y no queda más que una punzante resaca imperceptible; cuando la imperturbabilidad del día a día, tras erosionarse como los desiertos, se desvanece para dar rienda suelta a esa Bestia fortalecida de tan domesticada.
Y después de todo, desciframos signos e interpretamos símbolos aunados por sobre toda condición social, cultural, académica, económica, política, humana al fin de cuentas. Sin embargo, mira por la ventanilla con las manos sobre la cartera encima de su falda. Tan nadie como los otros, que miran por las ventanillas con sus manos en algún lugar cada uno. Al de al lado le suena el celular y da las coordenadas del colectivo, como si eso fuese sinónimo de cerca o lejos o debiese ser entendido como sinónimo de próximo o distante en tiempo y lugar.
Y todo confluye.
Todo concurre.
Finalmente.
Un gesto, un algo, un nada dice, para quien quiera o sepa entenderlo, que está por bajar. Tal vez, ese leve estiramiento del cuello, una forma otra de mirar, un moverse. No importa cuáles ni cuántos, los indicios deben ser éstos y, seguramente, también otros. Y otros son los que dicen que habrá batalla cuando el rey esté muerto y haya que poner a otro o cuando el que vuelva de Sevilla reclame su asiento. Un acercarse de a poco, un agazaparse de puma para, saltando por sobre lo correcto, la norma tácita, caer sobre la presa con esa precisión única del instinto.
Los zapatos se tocan como quien se calza un yelmo.
Sin embargo, hay un resquicio de esperanza: hay palabra. Palabra de advertencia (dentadura de jauría que gruñe amenazante), pero palabra al fin.
-¡Me está empujando!
La Bestia retrocede, se serena, se distancia, mira alrededor; porque la palabra es vergüenza con látigo o viceversa. Pero hay silencio otra vez. Silencio de motores, timbres, puertas, teléfonos, toses, estornudos, pero silencio al fin.
Irrumpe la certeza como en todo transcurso. Se pone de pie y toca el timbre del cerebro del conductor. Y una mano agarra un brazo, los dedos se ciñen con fuerza para torcer el desenlace, para sancionar la afrenta. Se cruzan miradas. Se muestran colmillos. Quién lo vio primero o quién estaba de antes se pierden en un forcejeo que distrae distracciones por antinatural. El guión del contacto entre los cuerpos en lo colectivo es infinitamente más claro y estricto que en lo individual. Y también hay un momento en que la confrontación troca en espanto. Y también hay un punto de no retorno.
El monstruo bifronte de cuatro brazos y dos pares de piernas representa un unipersonal frente al público impasible y pronuncia su trágico monólogo.
-¡Corrasé! -dice u ordena o suplica. Y, coreográfico, el empujón sobreviene más contundente que violento. Como siempre, ineluctable, hay un gozoso de hipérboles que se relame de morbo.
Y es que cuando un asiento convoca al caos, el paraguas es arma.
Y resulta ser que en las antípodas de esta tierra se tejen los destinos.
Luz amarilla que convoca al conductor a fustigar con latigazos de pedal a los caballos de fuerza y lanzar toneladas de mole como bólido a la carrera. Y ese nadie que, sin embargo, se aventuró como cegado en la misma confluencia astrológica urbana de círculos luminosos verdes, amarillos y rojos.
Intempestivo por impredecible todo se sacude y se agita. Ciclón de voces exasperadas con epicentro en un volante. Gritos, aullidos, desgarros. Metal con metal con vidrio contra metal con plástico con agua con pintura contra metal con plástico con goma con metal... Y la locura, que irrumpe en este terremoto babélico luciendo el traje que más la exalta: el de la sangre.
Se produce por fin la cesión cuando todo cesa. Un cuerpo yace quieto. Todos los cuerpos yacen iluminados por luces parpadeantes, pero ese, más, posando desarticulado e imposible para los flashes. El otro, no; el otro ya empezó a tejer su relato que lo cobije porque no puede parar de ver.