18 de agosto de 2005

Cuadernos 4 - Síntomas (del cuaderno de Lucio)

Síntomas

Día 1
"Si quiere ver la vida color de rosa
eche veinte centavos en la ranura."

Día 2
Una fuerte picazón en el costado derecho, a la altura del esternón. Cristina dice que es nervioso. No sé.

Día 3
Toshiba - Suzuki - Yamaha - ¡Hosanna, Hosanna!

Día 4
Dejame ver sólo un poco más. Necesito aire para poder ahogarme.

Día 5
El dermatólogo me recetó una pomada, pero no hace efecto.

Día 6
En el infierno, los últimos faunos se retuercen.

Día 7
No es lo que digas, sino tu silencio lo que molesta.

Día 8
Ya no me pica. Cristina no vino hoy, así que no le pude mostrar: tengo la piel endurecida, como un callo suave y blancuzco.

Día 9
Y Dios

Día 10
está creciendo. Tiene unos cinco centímetros de diámetro, aunque es un poco más largo verticalmente. Cristina quiere que me lo haga ver. No sé qué le pasa. Estuvo muy callada, anoche, y hoy no llamó en todo el día.

Día 11
Te encontré esta mañana y sentí enredaderas en mi cuello y quise gritarte, pero sólo dije buenos días

Día 12
El estudio dice que se trata de algo anormal, unas divisiones meióticas o algo así. Quieren extirparlo, pero le tengo horror a las operaciones. No voy a ir más al médico. Por ahí se me pasa.

Día 13
Nadie es inmune a la locura. Cualquiera puede, en un momento de tantos, creerse normal.

Día 14
Hay una jaula abierta con un pájaro adentro.

Día 15
Desde la altura de la tetilla hasta el muslo: una masa blanda informe, con un pequeño saliente al lado del esternón, parecido a una nariz. Cristina dice que si no hago algo no vuelve a estar en una cama conmigo. Tiene razón: uno de estos días voy a hacerme ver.

Día 16
De noche, las sombras sospechan que las han engañado.

Día 17
No sé cómo, pero se fue. Menos mal: la parte superior se estaba pareciendo demasiado a una cara, y Cristina ya no quería ni verme.

Día 18
Intermezzo (Andante, ma non troppo)

Día 19
El médico dice que estoy bien, pero que me ponga a dieta. Peso como 10 kilos más que la última vez. No entiendo: no se me nota nada, la ropa me queda bien. Para mí que la balanza estaba mal.

Día 20
Demasiados sentidos para tener sentido

Día 21
Lamentos cadenas cementos idilios rediles

Día 22
Alguien vive conmigo. Entra de noche, abre la heladera. Encuentro restos de comida en el suelo por la mañana.

Día 23
Había una vez. Pero ya no.

Día 24
De vanas

Día 25
De ciertos

Día 26
Tuve un sueño: despertaba en la noche; 3:33 AM. Se acercaba bajo las sábanas. Quise gritar, pero no podía. Sentí algo raro en mi costado. Me miré y, por un segundo, vislumbré una sonrisa, una mirada divertida fundiéndose en mi carne. Grité y Cristina se despertó, y no había nada raro conmigo.

Día 27
Deberían saber, en las aduanas, que todos tenemos algo para declarar.

Día 28
Cristina desapareció anoche. Vino a casa y se quedó a dormir. Cuando desperté, ya no estaba. Dejó su bolso y una cocina demasiado ordenada. Otra vez la picazón.

Día 29
Y Dios

Día 30
está ahí, cada vez más. Paso las noches en vela, esperando que entre, pero sabe cuándo me quedo dormido, y lo aprovecha.

Día 31
Pasear por un reloj a contramano.

Día 32
Sólo signos

Día 33
Conseguí unas píldoras. Veremos quien gana: mi sueño o su hambre, quien aguante más.

Día 34
Nada

Día 35
Nada

Día 36
Nada

Día 37
Nada

Día 38
Un grito, un desgarro, un tumor, un satélite, una sonda en el espacio carne de mi carne desde mi carne no mi carne, un retazo hambriento y furioso de un-no mismo.

Día 39
Dormir todo el día como si no hubiera noche de la cual escapar.

Día 40
Siento su respiración al ritmo de la mía, y su peso en la cama hunde el colchón de una forma nueva. Sé que si extiendo la mano podría tocar su cadera desnuda, pero no puedo ni pensar en lo que pasaría después. Me pregunto si es bella. No lo sé. No corresponde compararla estéticamente a ella, única en su clase, dormida en mi cama. Quién sabe si sueña

Día cero
En el principio era el Caos

11 de agosto de 2005

Cuadernos 3 - El Dios de la Guerra (del cuaderno de Lucio)

El dios de la guerra

Se lo sentía venir desde lejos; primero como una sombra, luego como una brisa ligera atravesando el bosque. La cierva y sus cervatillos pastaban a orillas del lago.

     —Vamos —dijo la cierva—, algo funesto se acerca. Huyamos.
     ——No —respondieron los cervatillos—. La hierba aquí es verde y espesa, y hay agua clara. No queremos irnos.

Ahora se lo sentía como a un viento de otoño y un rumor de cascada.

     ——Vamos —apuró la cierva—, o será demasiado tarde.
     ——No —insistieron los cervatillos—. Somos jóvenes y rápidos y no le tememos a ningún ser viviente.
     ——Este no es un ser viviente —contestó la cierva cada vez más asustada, pues los cervatillos eran la cosa que más quería en el mundo, y sabía que, si no corrían pronto, sería su fin—. No es un ser viviente, y hay que cuidarse de él. Vamos ya mismo.

Llegó como un huracán doblando las copas de los pinos, acompañado por el estruendo de sus pasos, el rugir de la piedra quebrándose bajo sus pies. Los cervatillos se asustaron.

     ——Es enorme y nos matará —se quejaron a su madre— ¿por qué no nos dijiste antes?
     ——¡Corran! —contestó la cierva, resignada. Pues los cervatillos son seres inquietos y de memoria corta.
     Se adentraron en el bosque, mientras los árboles caían a pocos metros detrás de ellos. La cierva sentía el viento azotándole los flancos. Con tal que no los atrapara. Con tal que no llevara lanza. Si llevaba una lanza (un tronco de sequoia, seguramente, con un meteorito afilado en la punta), si llevaba una lanza estaban perdidos.
     ——¡Corran! ¡Corran al otro lado del lago! ¡Yo lo distraeré!
     ——¡No! ¡Te va a matar! ¡No te quedes!
     ——¡Corran! ¡Yo lo engañaré y me encontraré con ustedes!
     —Y se fueron, confiados, pues los cervatillos son seres ingenuos y crédulos. La cierva se detuvo en un claro y los miró alejarse, y siguió mirando en esa dirección hasta que no pudo oír siquiera el sonido de sus pisadas leves. Luego dio media vuelta y se preparó para enfrentarlo. Las hojas de los pinos la aguijoneaban, pero permaneció allí. El viento cesó. “Este es mi fin”, pensó la cierva. Pero esperó.
     El hombre apareció en el claro, extrañamente vacilante. El pecho le temblaba por el esfuerzo de la carrera. Sus ropas eran casi harapos, pegados al cuerpo por el sudor. Fijó su mirada en la cierva, como sorprendido. Luego se acercó.
     ——¿Sabes quién soy? —preguntó el hombre.
     ——Sí —contestó la cierva—, eres El Primero.
     ——Soy el trueno, la tempestad, la avalancha. Soy la sangre, el fuego, la pólvora. Soy el odio, el deseo y el hambre. Soy el Cazador.
     ——Como dije, sé quien eres.
     ——Aún así, debía presentarme. Ciertas reglas deben cumplirse siempre. Y tal vez no supieras lo suficiente, tal vez fueras a morir sin saber por qué.
     ——Saber por qué se vive es lo difícil. Pero sé ciertamente por qué voy a morir. No lo lamento; soy vieja y mis piernas no me impulsan como antes, ni mis cascos son tan firmes como antaño.
     —El hombre se acercó un poco más. Olía a metal y frío, a resina ardiendo en la punta de una flecha. Pero sonreía, y la sonrisa era de comprensión.
     ——Mientes. Soy el Cazador, y también soy el Primero, y no es fácil engañarme. No estás tan vieja como para no escapar. Pero estás aquí por proteger a los tuyos, y soy capaz de apreciar el valor, aunque sea inútil. Ven conmigo.
     ——¿No me matarás?
     ——Tal vez más tarde. Pero llevo mucho tiempo cazando y de vez en cuando es bueno detenerse. Vamos.
     La cierva lo siguió sin sentir que hubiera otra opción. Se dirigieron nuevamente a las orillas del lago. La cierva permaneció a unos metros de distancia, ramoneando la hierba para disimular. El hombre se sentó en la playa, tomó un poco de agua en su palma ahuecada y la ofreció. La cierva quiso acercarse.
     ——Vamos, valiente. Si no te dañé hasta ahora, ¿qué te hace pensar que cambiaré de opinión? Si quieres mi palabra de que no te haré daño, te la doy.
     La cierva bebió del agua que se le ofrecía. Sabía un poco a sangre, pero no dejó que eso le importara.
     ——Eso es. Al final seremos amigos, ya verás.
     La cierva miró recelosa al hombre mientras él, distraídamente, lanzaba un guijarro al agua. El guijarro se hundió dibujando círculos concéntricos en la superficie del lago.
     ——Señor... ¿sois el Primero?
     ——Soy.
     ——¿El que viaja sin cesar desde que este tiempo comenzó? ¿El Destructor?
     El hombre lanzó otra piedra. Esta vez, rebotó contra la superficie del agua antes de hundirse.
     ——Viajo, en efecto. Y, sinceramente, prefiero que me recuerden como el Constructor.
     ——Pensé que sólo ella... —comenzó la cierva, y calló, pues la mirada del hombre se había ensombrecido, y la siguiente piedra se hundió con fuerza, sin rebotar y se la oyó golpear contra el fondo del lago.
     ——Ella puede crear, es cierto. Pero yo puedo construir. Construir algo implica destruir otra cosa. Te diré, amiga cierva, que crear no cuesta nada más que el dolor de la creación. El que crea no necesariamente es responsable por lo que ha creado. Quien construye es responsable por lo que destruyó antes. Además, ella fue tan destructora como yo, pero lo concentró en un solo acto. Fue ella la culpable, ella la que arruinó la paz. No parece que importe: ustedes eligen amarla. Yo soy el Cazador, ella la Sembradora. Yo soy el Destructor, ella la Creadora. Si ustedes supieran, si supieran la verdad de lo que hizo.
     ——Ella comió del árbol —aventuró la cierva—. Ella supo, entonces. Pero era inocente. ¿Cómo podía saber, antes de saber?
La siguiente piedra zumbó en el aire como una abeja, rebotó diez veces y se hundió. El hombre frunció el ceño. Eligió cuidadosamente un nuevo proyectil. La cierva no pudo ver dónde dejó de rebotar.
     ——Conocí al primer ciervo, allá. Y al primer lobo. Era uno tan grande como el otro. Y muy buenos amigos, según recuerdo. ¿Qué tuvo eso que ver con el bien o con el mal? Vi al primer lobo comer al primer ciervo, lo vi vomitarlo después. Y comí de los restos del ciervo, y más tarde comí del lobo, y mucho más tarde comencé a sentirme orgulloso de ello. Todo porque ella comió.
     ——Del árbol prohibido... —musitó la cierva.
     ——¡Todos los árboles estaban prohibidos! ¿Cómo puede ser que nadie lo recuerde? Nunca pude comprender por qué lo hizo, nunca pude comprenderla a ella, ella que era una parte de mí. Y yo la amaba.
     Las lágrimas del hombre enturbiaron el agua del lago, levantando un fango espeso desde el fondo. Callaron los dos. El hombre insistía con sus guijarros; rebotaban una vez y se perdían en la distancia.
     ——Señor —titubeó la cierva—, yo la he visto. Yo podría decirle donde.
     ——¡No quiero verla! ¡No me interesa! ¿No entiendes? Estuvimos juntos por siempre, por un tiempo tan largo que cuando el universo se apague seguirá siendo siempre. Todo ese tiempo y sólo una regla: no comer. Comer era destruir, y destruir era malo porque todo lo creado era bueno. Tan sencillo como eso. Pero ella trajo el hambre. No el hambre que puedas sentir tú, cierva, no un hambre que se aplaque con un poco de pasto, con un conejo o un cerdo, sino un hambre que venía desde siempre. Un hambre que tal vez nunca se saciará.
     La cierva retrocedió.
     ——Señor... no me comas. Yo puedo decirte, yo sé.
     ——No mientas, amiga mía. Yo veo su obra, pero hace tiempo que nadie la ha visto a ella. Y no temas, no te comeré. Ya he cazado mi presa de hoy.
     Los ojos de la cierva se agrandaron, y se sintió desfallecer. Algo, supo entonces, estaba mal.
     ——Cuándo... ¿cuándo has cazado?
     ——Mientras hablábamos, mis piedras han dado a tres cervatillos, del otro lado del lago. Dos de ellos han muerto; el tercero lo hará pronto.
     ——¡Ay, señor! ¿Tienen acaso los tres una mancha clara en el hocico?
     ——La tienen.
     ——Entonces mátame también, pues ellos eran mis hijos. Me arriesgué gustosa a morir por ellos, pero no podré vivir sin tenerlos a mi lado.
     ——No puedo hacer eso, cierva. Te di mi palabra.
     ——Entonces, eres mucho peor de lo que yo temía, y lamento más que nunca haber hablado contigo. Si no vas a matarme, me iré a morir yo sola. Adiós, Primero. Ojalá nunca vuelvas a encontrarte con tu amada. No me mientas; sé que la buscas.
     La cierva dio la vuelta. Comenzó a internarse en el bosque, cuando el hombre la llamó.
     ——¡Cierva! ¿Eran los tres cervatillos de la misma edad? ¿Y los tres hijos tuyos?
     ——Lo eran.
     ——Pero las de tu especie sólo tienen una cría por vez.
     ——Como te dije, me he encontrado con ella. No esperes que te diga dónde.
     El hombre se dejó caer sobre el suelo y escondió la cabeza entre las piernas, sollozando.
     ——Yo no sabía, cierva. No podía saber.
     ——Pero yo te lo dije, Cazador. Y según recuerdo, ella tampoco sabía, pero no la perdonas.
     —El hombre calló. Arrancó una brizna de pasto mientras lloraba.
     ——Yo la perdoné hace mucho, cierva. Hace mucho. Y aún la amo. Fue creada para que yo la amase. Y de vez en cuando la busco, cierva, pero tengo miedo.
     ——¿Miedo de qué?
     ——De devorarla. Ella despertó el hambre, cierva. Después de una eternidad sin comer, despertó el hambre. Y ella es la única cosa viviente que no he comido jamás.
     La cierva meditó un poco aquello. Pensó en sus cervatillos, en los guijarros, en el poder terrible de aquel hombre.
     ——Me das lástima, Cazador, pero no la suficiente. Nunca querré decirte su paradero, después de tu crimen. Y me hubiera gustado, tal vez, ser tu amiga, pero ahora es imposible. Adiós.

El hombre quedó solo nuevamente. Dejó de llorar, cruzó el lago y cocinó a los tres cervatillos. Más tarde subió a la montaña y abrió un nuevo manantial. El agua era caliente y salada y los animales huirían de ella, pero no le importó: los hombres sabrían qué hacer.

10 de agosto de 2005

La Era del Herrero 3

De a poco, muy lentamente, como crece el musgo en la roca, despertaba en la razón de algunos la idea de estar siendo cómplices ya no de las palabras en pasado de un escribiente sino, peor aun, de un ultraje a la Armonía. En tanto otros, embelesados por lo que oían, querían seguir escuchando. No era éste el principio del relato de un poeta; les resultaba evidente que se descorría el velo de un secreto enorme. Eran estas dos sensaciones contrapuestas el nacimiento de un océano que separaría continentes. Y así habría sido aun si no hubiera existido este escribiente; aun si, de haber existido, no se hubiese encontrado con ese rollo; porque las palabras, escritas en otra lengua conocida por muy pocos, así lo decían. Aun si no hubiese habido rollo ni palabras.
-Los ancianos adivinos hablaban con unas voces que llamaban dioses. Esas voces les decían si cultivar la legumbre, la hortaliza, los alimentos de entonces.
Ahora el recinto parecía una taberna o una noche de mercado: todos escuchando con atención, urdiendo como telas el relato del poeta con sus propios pensamientos, sus propios relatos pequeños e indecibles de escribientes. Tal vez todo eso fuese una mentira. Al fin de cuentas, Ka-Ahs había estado encerrado por insultar al rey, y además usando el pasado, por negarse a agregar un tonel de vino antes de la temporada correspondiente. Sin embargo, pensar así sería un error. No por ver en Ka-Ahs a un borracho sino por suponer que era capaz de mentir en tan delicada materia, aquella masa de palabras transmitida de generación en generación fermentando incesantemente en la clandestinidad mientras morían y renacían los seres, se extinguían y se encendían los fuegos; la brasa ardiente en su pecho que compartía cada vez más con su mujer para que le quemase cada vez menos, hasta que ella dejó el mundo arrastrada por una inusitada crecida del río.
-Las voces de los dioses de aquellos ancianos adivinos hablaban de un tiempo mucho más lejano que el que les hablan las estrellas a nuestros ancianos astrónomos. Esos dioses habían advertido sobre la furia del volcán que los poetas evocan en sus canciones mucho antes de que existieran los reyes.
Hizo un silencio para dar tiempo a que esto que acababa de decir se depositara lentamente sobre el fondo del entendimiento o a que alguna voz pidiese explicaciones. A él mismo le había tomado soles y más soles comprender estas palabras, y aun así tampoco estaba seguro de interpretarlas en todo su significado.
Las palabras eran a los escribientes lo que las arcillas, los barros y el agua a los alfareros: sabían que cada una encastraba con las demás con una precisión solo inherente a ellas, que la palabra equivocada en el lugar indicado o aquella exacta en una ubicación errada podían dejar heridas abiertas por años, viudas desposeídas, odios que pasan de padres a hijos como una profesión o rencores horneándose a fuego lento hasta madurar en crímenes increíbles. Por eso había preguntado y repreguntado, dando forma a esa vasija en su mente dentro de la cual fermentaban los significados, esquivos pero plenos de razones, de las palabras antiguas.
-Veo que “dioses” no suscita curiosidad -admitió con algo de decepción-, sin embargo, esos dioses vieron lo que nos sucede en la actualidad y aun anticiparon el futuro.
-¿Y cómo es que viendo tan lejos hacia delante no llegaron hasta nosotros? -preguntó Ka-Bohr, uno de los escribientes más jóvenes y el único que compartía la cofradía con su padre (quien lo miró desde la primera fila con un gesto de desaprobación).
Ka-Ahs lo contempló fijamente. Cuando él mismo había alcanzado la madurez para llegar a esa pregunta, ya no tenía a quién hacérsela.
-No tengo todas las respuestas, joven hermano. Solo retazos, piezas de tela sueltas que no alcanzan a formar una prenda. A veces, mis ideas son hilos que cosen, pero no tengo modo de saber si lo hacen en la dirección correcta. Con respecto a tu dilema, he pensado que tal vez los dioses vieron tan claramente su fin como el de las legumbres, aquel lejano alimento que jamás conoceremos más que por su nombre. Así como nada podían hacer para evitar la muerte de las legumbres, así sucedería con ellos. Sin embargo... -vaciló antes de seguir. La otra respuesta que había urdido era tan insultante hacia la Armonía que se había aterrorizado cuando se le ocurrió, preguntándose en qué pliegues de su mente podía ocultarse semejante abominación del pensamiento, y luego ya no pudo abandonarla. Se había dicho a sí mismo que cuando llegara el momento de hablar no callaría nada, incluso si eso le costaba eso otro que con gran esfuerzo llamaba su vida. Y ahora que debía decir esto, temía: temía más que nada a que dejasen de escucharlo.
-Sin embargo -continuó-, los ancianos adivinos eran quienes hablaban con los dioses, y fueron ellos quienes no llegaron a nosotros como sí los ancianos sabios, herederos y custodios de la Armonía. Tal vez -atinó a decir frente a los rostros de estupor que enseguida trocaron por ira-, tal vez, los dioses aún hablan pero ya nadie los oye.Primero uno, tres, seis abandonaban sus bancos hacia la salida. De pronto hubo quienes, formando parte de la misma masa bulliciosa que parecía harta de tamaño desquicio, colocaron con estruendo las trancas en las puertas atronadoramente canceladas.

2 de agosto de 2005

La Era del Herrero 2

-Hubo un tiempo en que el escribiente no se ocupaba de asuntos de reyes.
Y el recinto se colmó de murmullos.
Desde hacía varios días, meses y años había buscado las palabras y el momento para decirlo, aunque era sabido que no era labor de escribientes elegir palabras ni momentos, sino todo lo contrario.
Sin embargo, todo había ocurrido según sus planes. Los demás, sentados en sus bancos de madera prestos a escuchar su pedido como él había hecho con los anteriores. Algunos que ya habían pasado y habían solicitado tintas y varas, rollos, alimentos, animales de carga, reparaciones domésticas, vestimenta, lo previsible. Y así como iban siendo solicitados, así el escribiente de escribientes tomaba nota, tal como hacían ellos con los pedidos del pueblo, para presentarlos ante el rey.
Él había imaginado con la precisión de los que esperan el pequeño salón de piedra donde se congregaban ahora, saturado del olor del aceite quemado de las lámparas tal como estaba en ese momento, a los demás sentados y atónitos por su uso del tiempo pasado -prohibido en el habla y la escritura de los escribientes- y, sobre todo, en una frase como ésa.
La mano del escribiente de escribientes yacía paralizada sosteniendo la vara entintada por la cual comenzaba a formarse y deslizarse lentamente una gota negra que, como en todos los casos, habría sido elaborada por su mujer, alguno de sus hijos o él mismo. Tal vez, sorprendido como sus pares por la provocativa intervención; tal vez, temeroso del castigo que podía pesarle si reproducía por escrito esa frase; tal vez, ambas cosas.
Esperó pacientemente a que las voces se silenciaran. Sabía, desde el momento de urdir su plan, los riesgos que corría. Y decidió que serían sus cófrades los depositarios de lo que tenía para decir y de la decisión sobre qué hacer con él. Aun cuando los escribientes eran personas de escasa memoria, que usaban las palabras solo para el presente o el futuro; aun si luego fuesen incapaces de recordar detalles, o quizá por eso, los prefería. Tampoco tenía mayores alternativas: el pueblo lo tomaría como cosas de poetas; los ancianos, fuesen sabios o astrónomos, como un peligro. Por eso, continuó con la misma voz calma que le habían dado los años y los avatares.
Avanzaba sobre las palabras despacio, como si de ese modo consiguiese fijarlas con mayor firmeza en el pensamiento de quienes lo escuchaban para convencerlos de su verdad. Necesitaba lograrlo. Por el cilindro de corteza que sostenía bajo su túnica, al cual casi nadie conocía, algunos habían buscado hasta darlo por perdido y unos pocos, poquísimos, apenas un manojo de almas, aún sospechaban en manos de alguien. Lo sostendría oculto hasta que llegase el momento de quitar de su interior el rollo escrito en ese lenguaje secreto por olvidado.
-Hubo un tiempo en que el escribiente no se ocupaba de asuntos de reyes -repitió ahora que su auditorio parecía recuperado de la sorpresa de esta misma frase, aunque aquí y allá aún se percibían movimientos nerviosos, cambios de posición, comezones rascadas. Sabía con certeza que esta verdad era conocida por muy pocos allí, a no ser que los abuelos y luego los padres de los más jóvenes se hubiesen arriesgado a violar las prohibiciones instauradas por generaciones. Sabía con certeza que era mucho lo que tenía para decir, muy difícil de entender y poco tiempo para hacerlo.
-En aquel tiempo lejano, el escribiente se dedicaba al pasado.
Una nueva oleada de murmullos recorrió el salón. Había previsto que cada revelación sería lava ardiente en los oídos y hasta podía intuir la incredulidad de aquellos jóvenes y no tanto porque era idéntica a la que él había sentido, anidada y alimentada durante años: ¿cómo era posible que lo que hoy hacían los poetas, un mero divertimento para el pueblo, fuese labor de escribientes?, ¿cómo podían ser la vara, la tinta y el rollo al servicio de tan superflua tarea?
Hacia el fondo, en una semipenumbra, alcanzó a ver a alguien (a quien había esperado ver) levantándose intempestivamente de su asiento con la decisión en el rostro de abandonar el lugar. De inmediato, bocas le susurraban algo y manos lo sosegaban, conseguían que recuperase su asiento.
-¡Vamos, viejo! ¡Tengo animales enfermos que hacer curar! -gritó uno.
Con la misma calma, alzó su mano en señal de cordialidad.
-Hay mucho que escuchar todavía. En poco tiempo, te interesará más la salud de los tuyos.
De a poco, más lentamente que antes, retornó la calma al pequeño recinto.
-Decía que nuestros escribientes predecesores se dedicaron al pasado.
-¡¿Y quiénes escribían las cosas de los reyes entonces?! -interrumpió uno, exaltado.
-Los ancianos -respondió como si acabara de decir algo tan común como que el día comienza cuando acaba la noche-. Sí, los ancianos escribían también. Por eso había rollos y rollos acumulándose en dos recintos diferentes: los del pasado y los de los reyes, que tampoco se llamaban así, pero no importa.
Hizo una breve pausa antes de decir lo que seguía. A esa altura solo se oía el silencioso arder de las lámparas.-Había, como hoy, ancianos sabios, pero no ancianos astrónomos. Los ancianos que miraban al futuro se llamaban adivinos y no leían las estrellas.