13 de septiembre de 2005

Cuadernos de "La vuelta" 1.2

De la Breve Antología del Rubro 59 (Parte 8: Putos)

Cuando mi único ojo se pose en ti (Por el orto) - Epílogo

No se trata de saber preguntar sino a quién, a aquel que no ve en las preguntas fuentes de información sino búsquedas. Más difícil aún cuando hay retazos, cuando el esquema escamotea los datos con promesas de “ya te vamos a avisar” (aunque para él este esquema no fuera novedoso). Y las preguntas, desesperadas buscando averiguar cuánto había de posible en las amenazas, hallaron una respuesta tan previsible como indeseada: el “Matador”.
-Sí, el “Matador”. Hay una banda de putos que laburan para él. Ahora dame la guita y rajá.
Si el “León” Santillán había sabido urdir una red de honores y lealtades, el “Matador” fue más hábil y visionario. Entrelazó los hilos del “León” Manuel con los de la policía para, llegado el momento, hacerlo trizas sin que a nadie se le moviera un miserable pelo. “Al león lo mata el hombre”, dijeron muchos.

Y estaba nervioso como nunca. Trabajos muchísimo más difíciles lo habían encontrado más relajado y concentrado que este. Llegó a cometer el desconcierto de visitar a sus parientes de Rauch (suscitando toda clase de hipótesis por parte de sus tías, que fueron, equivocándose, desde el casamiento a la enfermedad terminal pasando por la penuria económica). Justamente, durante una sobremesa entró ese horripilante mensaje al celular penetrando la quietud pueblerina y poniendo en marcha su libreto. Consiguió los clasificados en un bar, buscó en el rubro 59 (al cual solo conocía por buscar mujeres) y encontró. “Elbiz con jopo. Todo servicio, todo terreno.” Anotó el número y salió a caminar. Se sentó en un banco de plaza y marcó.
-Elbiz todo servicio, ¿en qué puedo servirte? -atendió una voz exageradamente afeminada.
-Quiero un serivicio -dijo fiel al guión.
-¿De cuánto, papi?
-De cinco.
-No tenemos servicios de cinco, papi. El más barato sale treinta.
-¡Cinco mil, pelotudo! -contestó con sequedad, sin disimular la molestia.
-¡Ah, bueno, hubieras empezado por ahí! ¿Qué hacés que no estás acá? Ja, ja.
-¿A qué hora puedo ir mañana?
-Decime vos. Que no sea muy temprano, nada más.
-A las seis de la tarde.
-Que sea a las seis entonces. Anotate la dirección.

Le abrió la puerta un joven de unos veinticinco años, sonriente, con musculosa ceñida y pantalones negros de cuero, que lo saludó familiarmente con un beso en la mejilla.
-Te hacía más joven -confesó alegre-. Y menos tuerto.
Entró a un comedor pequeño que daba a la calle a través de dos ventanas cubiertas con cortinados. Estaba poco decorado, pero con colores muy llamativos: una alfombra color borravino, sillones naranja y un espejo imponente en una de las paredes; pocas plantas, luces dicroicas, un televisor.
-Pasá, sentate. ¿Te sirvo algo?
-Sí. Un whisky.
Necesitaba atontarse. Cuando se acomodó en uno de los sillones sintió la dureza del arma a la altura de los riñones. Escuchó el ruido del vidrio, del líquido, del hielo.
-¿Y a qué te dedicás?
-Vendo muebles -mintió mirándose en el espejo.
-¡Ah, qué bueno! A lo mejor me gano un descuentito.
Le alcanzó el vaso.
-Mirá, no tengo mucho tiempo.
El chico lo miró inmóvil con una sonrisa extraña.
-¿Qué? -preguntó tratando de tranquilizarse.
-¿A vos te espera una mujer como a tantos otros?
-Y...
Salió del comedor y entró a una habitación que se ubicaba detrás de la pared del espejo. El Tuerto tragó un sorbo grande.
-Decime... -preguntó en voz alta, como para ser escuchado del otro lado-, ¿no te molesta si echo un vistazo?
-¿Qué querés ver? -dijo reapareciendo.
-Quiero quedarme tranquilo de que no hay nadie espiándome.
-¡Ay, qué mueblero desconfiado! -exageró con sorna-. Vaya, vaya nomás. Revise. Curiosee. Y si encuentra alguien, avíseme que llamamos a la policía.
La habitación, siguiendo la gama de colores chillones del comedor, amoblada con una cama matrimonial y dos mesas de luz y un escritorio pequeño con una computadora, estaba vacía. Igual que el baño, la cocina y el lavaderito.
-¿Tranquilo?
-Sí, más tranquilo. Gracias -dijo, volviendo a sentarse y a agarrar el vaso.
-Bueno. Ahora mostrame lo tuyo.
El Tuerto sacó del bolsillo interior del saco el mismo sobre que le había dado el emisario, del cual había descontado la suma correspondiente, y se lo alcanzó.
Elbiz contó billete a billete: -...tinueve, cincuenta. ¿Ves que yo también puedo ser desconfiado si quiero?
-Acá tiene lo suyo, mueblero.
Se llevó un poco del polvo blanco a la lengua. Incapaz de distinguir calidades, sí sabía reconocer el sabor de la cocaína.
-Es para el cumpleaños de un amigo -aclaró por aclarar.
-Y digamé... -dijo apoyándole la mano en la entrepierna-, ¿vino a comprar nomás? Si quiere, le doy el regalito del combo.
Quiso terminar todo en ese momento: meterle un tiro entre los ojos y después escaparse a donde fuera, como tantas otras veces lo había hecho.
-Dale. Pero rápido.
Le bajó el cierre, hurgó y dejó al descubierto su flaccidez.
-Se tiene que relajar este tuertito -dijo antes de tragarlo.
-No, así no. Dame un forro -lo cortó el Tuerto cuando el chico ya estaba totalmente desnudo. Sentía náuseas, creía que iba a terminar vomitando y arruinando todo. El chico, de pie, hundió la cabeza en el sillón y se dejó hacer respirando profundamente. Al penetrarlo, el Tuerto sintió que se le aflojaban las piernas. Luego, empezó a moverse cada vez con mayor frenesí.
Y el asco trocaba en placer.
Se miró al espejo. Se vio horrendo.
De pronto, jadeante, el chico quiso atraerlo con sus brazos por detrás y tanteó la culata. Intentó sacar la cabeza de entre los almohadones desesperada e infructuosamente: el Tuerto lo mantuvo presionado con una mano, mientras con la otra desenfundaba, apoyaba el silenciador contra su nuca y jalaba el gatillo. Un sonido sordo. Un salpicón de sangre manchaba el naranja, parte de su manga y su mano izquierdas y se perdía apenas en el borravino de la alfombra. El forcejeo cesó. El cuerpo cayó inerte al costado, arrastrando el manchón de sangre. Hizo dos disparos preventivos más y guardó el arma todavía tibia.
Devolvió el sobre al bolsillo interior.
Todavía agitado, terminó el whisky de un trago. Se subió los pantalones y limpió sus huellas con un pañuelo. Se miró al espejo y terminó de aliñarse.
Pasó al baño a lavarse las manos. De regreso y ya a punto de irse, se asomó a la habitación, como si -a pesar de estar seguro de que no era así- pudiese recordar que había tocado algo que pudiera incriminarlo. Entonces, lo descubrió.
No había prestado atención, porque tampoco sabía nada de eso. Pero al mirar la computadora, notó que un cable subía por la pared y se perdía detrás de una fotografía enmarcada en la cual se veían unas uvas de metal. Al descolgarla, encontró una perforación cuadrada que atravesaba la pared de lado a lado y daba a la parte trasera del falso espejo. Apoyada en la base del cuadrado, había una pequeña esfera, de la cual salía el cable. La agarró cuando ya empezaba a entender. Y la miró mirarlo con ese único ojo suyo.

6 de septiembre de 2005

Cuadernos de “La vuelta” 1.1

De la Breve Antología del Rubro 59 (Parte 8: Putos)

Cuando mi único ojo se pose en ti (Por el orto) - 1ra parte

Menos inconfundible que el perfume de los jazmines, cuando escuchó la musiquita supo que alguien le había enviado un mensaje de texto. No pudo reconocer a ese destinatario que le decía sin rodeos: “Tengo un trabajo y pago bien”. Por eso, segundos después, el mensaje nunca había existido y volvía a apoyar el teléfono sobre el mantel: él no se relacionaba con desconocidos.
No alcanzó a pinchar de nuevo la milanesa y apoyar el filo del cuchillo que otra vez la musiquita y el mismo número. “Entrala”, decía ahora. Se quedó mirando las siete letras en la pantalla. Ese apellido decía mucho para él. Decía torturas, decía cara de porteño canchero tomando vermú; pero más que nada, la espeluznante escena del llanto sordo de un bebé encerrado en un microondas para que la madre llame al marido y así desactivar una venta de acciones: una mano en el botón de encendido y la otra, en el gatillo, por las dudas. Recordó el terror de lo que podría haber llegado a ver: ese cuerpito retorciéndose en el reducido espacio del gabinete del horno... Volvió a borrar el mensaje y a apoyar el teléfono sobre el mantel de tela.
Entrala... Profesionalismo extremo, sadismo puro. Por fuera de esos márgenes, era indudable que ciertos trabajos él los rechazaba o lo rechazaban a él. Y, en parte, gracias a ello, este hombre que ahora masticaba un bocado de milanesa y puré, hombre prácticamente solo en el mundo a no ser por dos tías ancianas y algunos primos anclados en Rauch (lo que es decir solo), había podido hacer dinero adicional a su no tan magro sueldo policial. Discreción, astucia para elegir los clientes, prolijidad, e instinto para aceptar los trabajos le valieron respeto (dentro del respeto que podía merecer) de pares y contratantes. “Autodisciplina y rezarle a Dios como mínimo una vez por semana. Pero no rezarle de chamuyo, de hablar por hablar, rezarle de corazón. Así él te protege de ciertas tentaciones”, solía decir a los jóvenes que a veces le preguntaban asombrados de que un tipo como él durase tanto tiempo en “la fuerza” o, incluso, en la Tierra. Después, a sus espaldas, murmuraban socarrones que la autodisciplina y la oración debían ser lo único gratuito del asunto.

Algo lleva a una persona a hacerse puto. Algo lleva a una persona que se hizo puto a meterse con drogas. Algo lleva a una persona que se hizo puto y se metió con drogas a quedarse con un sobrante. Y es que esa región del cosmos que para algunos solo es territorio de caos también tiene su orden. Ese orden dice claramente sin palabras: lo que no se da no se agarra.
Un sobre de papel madera con forma de ladrillo sobre la mesa entre los dos hombres.
-Y bueno... así es la cosa, Tuerto -dijo el emisario y vació el pocillo.
-¿Y cuánto hay ahí? -replicó señalando el sobre con el ojo de verdad.
-Diez. Diez mil “pesos”, ¿no?
Estaba bien: a mayor marginalidad, más barato, más fácil, más limpio. Estaba bien pago. Repitió toda la secuencia como una extensa pregunta que empezó con “Entonces, ¿...”. Mientras tanto, el emisario pinchó una aceituna que había quedado de antes (“déjelas”, le había dicho al mozo), la comió y devolvió el carozo pelado.
-Exacto. Tal cual.
Como única, suficiente, señal de aceptación guardó el sobre en el bolsillo interior del saco.
-Ah, me olvidé de un detalle -dijo con naturalidad encenciendo un cigarrillo-. Te lo tenés que garchar. Con un forro puesto para que no te reconozcan.
Lo invadió el asco, el odio y una crispación, como una descarga eléctrica. Volvió a poner el sobre en la mesa.
-Yo no hago esas porquerías. Llámenlo a Entrala o a otro, pero yo no hago esas cosas.
El humo trazaba volutas frente a la cara del emisario, que se había puesto tensa, angulosa, calavérica. Avanzó un poco para enfatizar sus palabras.
-Agarrá ese sobre, infeliz. Si no, te juro por mi vieja que no te levantás de esa silla, tuerto de mierda.
El emisario se distendió, sonrió apenas y volvió a apoyarse en el respaldo.
-Es un polvo, nada más. Pensá en cualquier cosa. Ni siquiera tenés que acabar, tenés que bombear un rato solamente -pitó y exhaló-. Ni siquiera tiene que estar vivo.
Lo único que consiguió decir fue: -¿Y a quién se le ocurrió semejante mierda?
-Me dijeron que vos no hacés preguntas.
-No, no hago preguntas si el laburo es decente... Dame un pucho, ¿querés?
-No sabía que fumabas -dijo burlón el emisario.
-No fumo... -dijo, guardando el sobre con una mano y sosteniendo el cigarrillo con la otra, que temblaba imperceptiblemente- Tampoco me ando garchando trolos, conchadesumadre.