29 de diciembre de 2006

Cuaderno de Lucio 7.3 - Eleonora y el sol

Eleonora metió la mano en el jarrón y toco su cara y volvió a asustarse: su cara se distorsionaba y temió, como cada vez, que se fuera, que se evaporara en jirones ennegrecidos de infierno. (Pero no, porque no había sido ella, no el fósforo, no los gritos.) Sacó la mano con el dedo apenas húmedo y esperó y allá en el fondo del jarrón estaba de nuevo su cara, bien segura y guardada y no iba a arder porque estaba en el agua y no en cualquier agua; agua bendita leche de María madre de sangre de Dios ruega por nosotros para que no ardamos (en el infierno), no nunca ella, no Eleonora, con su cara guardada en agua bendita que la miraba, la miraba desde el jarrón y entonces tenía que tocarla, asegurarse de que todo estaba bien, de que no ardía.

Eleonora metió la mano en el jarrón y allá en el altar el Padre Gregorio hablaba, muy serio, y ella volvió a asustarse y temió, como cada vez, que se fuera (¿el padre? ¿al infierno?), que se evaporara en jirones como ese en el atrio, ese hombre hermoso con nombre de estrella que de alguna manera sabía. (Pero no, porque no había sido el gas, no ella, no las llamas.) Sacó la mano con el dedo apenas húmedo y el hombre que sabía tenía las manos juntas y alzaba los ojos al cielo y la gente se retiraba en silencio. Eleonora alargó la mano, y ya el dedo se secaba, y nadie le dió una sola moneda. Se sintió muy sola de pronto y el hombre del atrio la miraba y de pronto le dio calor pero no como si se quemara sino como sí, como si se quemara y las piernas se le ablandaran bajo el sol. Entonces, así de pronto, la inspiración, la idea que cómo no se le había ocurrido antes.

Eleonora metió la mano en el jarrón y el hombre hermoso se acercaba y la miraba y ella volvió a asustarse y sentir el calor y temió por primera vez que nunca se fuera, que el calor creciera y le evaporara el alma en maderos de ceniza blancuzca. (Pero no, porque había no porque no había porque habia) Sacó la mano con el dedo apenas húmedo y se tocó la cara. Sintió la tibieza del agua bendita, leche de madre y su cara (¡su cara!) erizándosé con el viento.

Eleonora metió la mano en el jarrón y la sacó y tocó su cara y se rió. Miró furtivamente alrededor: ya no quedaba nadie en la calle. En la iglesia, el hombre y el Padre Gregorio charlaban dándole la espalda. Temió que el momento se fuera, que volviera el fuego pero no, porque sabía que no había sido ella; hundió la mano en el jarrón y sacó un puñado de agua si eso era posible. Gota a gota, sacó su cara del jarrón hasta colocarla nuevamente en su lugar por primera vez en ¿cuánto? ¿ocho, once años? No importaba ahora que el agua bendita la cubría y libraba de todo mal para que no ardiera (nunca), no Eleonora, con su cara al sol, sonriendo por primera vez en ¿cuánto?, tocándo el sol en su cara para asegurarse de que todo estaba bien por primerísima vez.

Eleonora dejó el jarrón a un lado y entró resuelta, en la iglesia. El Padre dejó una palabra a medio decir.

-Volví, Padre. Gracias.

Besó a Lucero en la mejilla y salió al sol.

13 de diciembre de 2006

Cuaderno de Lucio 7.2 - Una modesta proposición

El padre Gregorio no creía demasiado en presagios, pero el olor de los jazmines que llenaba el aire, tapando los intersticios que dejaba el murmullo de la grey, le pareció un excelente augurio. Desde el altar podía ver a los panambienses esperando el sermón. Todos estaban allí: Zavaleta, el pintor de aguadas bucólicas; Rey, el ajedrecista; Perla, la maestra; las comadres en pleno, un enjambre compacto. Al fondo de todo, los descastados: Eleonora, con el cabello desgreñado, rellenando su jarrón con agua bendita, recitando hacia adentro una salmodia; la viuda Spazciuk, sentada en la última fila como un libro en la mesa de saldos; Luján, tapando un bostezo tras una noche de trabajo vaya uno a saber dónde; Casatti, de pie contra la puerta, sosteniendo respetuoso el sombrero de pescador en que recibía las limosnas. Desde la entrada del atrio, Lucero lo miraba desaprobadoramente. Gregorio respiró hondo. ¿Qué podía salir mal? ¿No era esto Panambí Sur? ¿No había sucedido lo de Nicolás? ¿No era Lucero la prueba de que todo podía funcionar? Allá fue.
-Hoy -comenzó, mientras cerraba el libro de salmos-, hoy no quiero leer las Escrituras. Hoy quiero decirles que estoy avergonzado de ustedes.
Por qué negarlo: disfrutó del momento siguiente. Había constantemente algo de culposo en los panambienses, algo que los avergonzaba desde el comienzo frente a cualquier acusación, por vaga que fuera. ¿First, o Furst... aquello del iconoclasta? Desechó esas ideas y se concentró.
-Me han acusado de caprichoso, me han dicho que no tengo motivos para quejarme de unos fieles que vienen, todos, todos los domingos; que se confiesan una vez por semana y que, hasta donde sé, llevan cada uno una vida ejemplar -no un murmullo, pero sí cierto aire de alivio circuló por entre el olor de los jazmines. Desde el atrio, Lucero asentía. ¿Podía oírlo a aquella distancia?-. Y sin duda, algo de cierto hay en esa acusación. Pero no puedo dejar de notar ciertas cosas.
»Por ejemplo, que rara vez se ayudan entre ustedes; por ejemplo, que la caridad que recibe esta parroquia alcanza tan justo para sus gastos que parece que un contador la estuviera manejando. Pero por favor no piensen que estoy pidiendo dinero. No se trata de eso. Se trata de que los miro y pienso: ¿cuántos somos en el pueblo? ¿Ciento cincuenta, doscientas personas a lo más? Y sin embargo miren a sus espaldas: la pobre Eleonora está aquí en la puerta de la iglesia, día tras día. Usa el mismo vestido desde hace años -Eleonora no reaccionó frente a la mención. Miraba el interior de su jarrón como arrobada-. No puede valerse por sí misma, lo sabemos. Yo hago todo lo que puedo pero ¿soy el único? La señora Marta, allá en el fondo, tiene que salir a buscar comida donde puede, a pesar de su artritis. Sabemos que otras personas de este pueblo ganan su dinero de maneras non-sanctas -Luján se sonrojó, pero nadie hizo ademán de mirarla-. Puedo comprender que no se consiga trabajo en otros pueblos pero ¿aquí? ¿Aquí, donde siempre hay algo para hacer? ¿Cómo es posible que nadie ayude al prójimo más allá de lo mismo? ¿Cómo podemos tener mendigos, en un pueblo donde ni siquiera existe el "borracho del pueblo"?
Algunos de los feligreses amagaron ponerse de pie, con claras intenciones de acercarse a los necesitados.
-¡No! ¡Sientensé, por favor! No quiero que salgan ahora a ayudar a los que he nombrado. No quiero accesos de arrepentimiento temporales ni acciones heroicas que les emparchen la moral. Más aún: les pido que no hagan nada por nadie. Si no me excediera en mis atribuciones, les prohibiría que se acercaran a ellos. Lo único que le pido es que, durante el próximo mes, recen por ellos, y recen por todos los del pueblo menos por ustedes y su familia. Pidan a Dios por el vecino, y sean específicos: pidan cosas concretas. Y si no saben qué pedir: pregunten. Interésense por los demás. Y recen. Por un mes entero, sólo recen. Una vez a la mañana y otra a la noche por lo menos.
»Eso nada más. Los veo a cada uno durante la semana. Vayan con Dios.
Se pusieron de pie en silencio y salieron. Eleonora canturreaba bajito. En el atrio, al sol, Lucero sacudía las manos juntas y elevaba los ojos al cielo.

23 de noviembre de 2006

Para que no se olviden de Aguavivas...

Cuaderno de Lucio 7.1 - Charla en la biblioteca

-No entiendo -concluyó el padre Gregorio, dejando los papeles a un lado.
-¿Qué no entendés? -preguntó Lucero, casi sorprendido.
-Nada. Un montón de cháchara confusa, con cierto tufillo mitológico, sobre dos hermanos y dos hermanas. Y la idea de que el pueblo se fundó con Sarmiento o poco antes, cuando no hay más que mirar la iglesia para darse cuenta de que no puede ser.
-¿Sabés cuál es tu problema? Que sos demasiado literal. Eso no es bueno en un hombre de fe.
-Mirá quien habla...
-Gregorio, nadie puede ser más hombre de fe que yo.
-Supongamos...
-No, no supongamos. Es así.
-Supongamos, decía, que no cuestiono los datos históricos. ¿Qué hago entonces? ¿Dónde están los restos del otro lado del río? ¿De verdad esperás que crea que la mitad de un pueblo masacró a sus vecinos así de golpe, por vengar un crimen?
-La historia la tomás como de quien viene. Los restos no están del otro lado del río, sino adentro de los panambienses. Y en cuanto a la masacre ¿no te das cuenta de cómo es este pueblo? Y no hablo solo de la gente, pero pongamos que sí: son tan capaces del bien como del mal extremo.
-Como todos los hombres -aclaró el padre Gregorio.
-Sí, pero como si no hubiera término medio. Volviendo al tema que nos trajo aquí: ¿cuántos pueblos conocés en los que todo el mundo va a misa? Ni en los pueblos de Mark Twain había asistencia perfecta. Pero usted, el Padre Gregorio, no se alegra por la fidelidad de su grey: se queja. ¿Y por qué?
-Porque realmente son la grey, Lucero. Cuando estoy diciendo la misa, es como si estuviera predicando a un rebaño de ovejas que mira pasar el tren. A veces tengo la impresión de que si la iglesia estuviera vacía, irían igual.
-Muy probablemente.
-Pero no veo qué tiene que ver eso con estos papeles escritos por vaya uno a saber quien.
-Tiene que ver con que lo que dice ahí es cierto, al menos en espíritu. Panambí Sur no hace cosas a medias. Nunca.
-¿Tanto el bien como el mal?
-Tanto el mal como el bien como el mal que por bien que por mal que por bien que por mal no venga.
-En ese caso -suspiró Gregorio- tendré que buscar la manera de que mis ovejas hagan el mayor bien posible.
-De acuerdo -acotó Lucero- pero no va a funcionar.
-¿Por qué no?
-Ni idea. Por si no lo sabés, el jefe nunca muestra sus infinitas cartas. Pero llevo aquí el tiempo suficiente.
-De todas maneras, pensaré en algo.
-Seguro que sí, y brindaremos por eso. Así que dejemos la biblioteca y vayamos al bar. No es entre libros sino entre copas que se hace la Historia.

18 de octubre de 2006

Cuaderno de Lucio - 6

¡Sangrienta Ola de Crimenes en Panambí Sur!

"Pocas cosas tan limitadascomo la imaginación humana"
La clepsidrah, "Sobremesas retóricas"


Panambí Sur, domingos, mediados de enero. El padre Gregorio, sentado en los escalones del altar, se aflojó la sotana para secarse el cuello con un desteñido pañuelo azul. Los domingos de verano lo agotaban. Y para peor, mitad de mes: él vendría.

Llegó al caer el sol, vestido con su eterno traje marrón, el paso tranquilo y la expresión seria de siempre. En la entrada de la iglesia lo esperaban los mendigos. Sonriendo, los contó con sus dedos y repartió entre ellos todo el contenido de su billetera. En el momento en que concluía el reparto, llegó corriendo un chico de unos nueve años, harapiento, sucio y sonriente.

—¡Señor Nicolás, señor Nicolás!

Permanecieron frente a frente, inmóviles, observando la billetera vacía. Desde la iglesia, el padre espiaba la reacción de Nicolás. Sin dudar un momento, con total naturalidad, Nicolás guardó sus documentos en el bolsillo, sacó los plateados gemelos de los puños de su camisa y los entregó al chico. Lo consiguió otra vez, pensó Gregorio. Desgraciado.

—Buenas tardes, Padre.
—Buenas tardes, Nicolás. —suspiró Gregorio. Decididamente, hoy no podría soportarlo. Ambos se dirigieron hacia el confesionario.
—Padre, perdóneme porque he pecado. Hace treinta y un días que no me confieso.
Gregorio tomó aire, apretó los puños y se lanzó.
—Por favor, Nicolás, dejémonos de tonterías. Ambos sabemos que no hiciste nada.
—Pero padre, eso es soberbia...
—Nicolás, por favor, si en tu vida... —se detuvo a secarse la frente. Ya había dado el primer paso. Concluir sería fácil—. Por ultima vez, Nicolás, POR ULTIMA VEZ, quiero que te confieses. Pero no por el mes, sino por toda tu vida. Decime, ¿alguna vez mataste a alguien?

La cara de Nicolás casi daba risa. Gregorio nunca lo había visto tan confundido, tan desorientado.

—Pero Padre...
—Ya, ya sé que no. ¿Deseaste alguna vez a la mujer de tu prójimo? ¿Fornicaste, siquiera?
—N-no, padre.
—¿Nunca? ¿No serás...?
—¡Padre, por favor! —chilló Nicolás— Me gustan las mujeres, en serio, sólo que... no sé, no he encontrado la correcta, supongo. Aún así —se apresuró a agregar—, no dejaría que pase nada hasta el matrimonio.
—Está bien, te creo. ¿Mentiste? ¿Robaste, aunque más no sea un vuelto cuando eras chico? ¿Insultaste? ¿Faltaste a la honra de tus padres?
—No padre, nunca.
—Bueno, entonces ya está, podés irte. Los diez padrenuestros por la soberbia ya son una hipocresía. Somos gente grande.
—Padre, por favor —imploró Nicolás.
—Ta’ bien, rezá los padrenuestros si querés, pero que conste que no son penitencia. Yo te perdono de por vida por los pecados que nunca cometerás. Ve con Dios y bendito seas, hijo mío.

Nicolás dejó el confesionario como borracho. Se dirigió Maquinalmente al altar y rezó con lágrimas en los ojos. Gregorio lo observaba. Se preguntó si habría hecho bien.

Nicolás se levantó y emprendió la salida. Musitó un “Adiós, Padre”. Gregorio habrió la boca para responderle, pero no llegó a hacerlo: mientras avanzaban hacia la salida, los zapatos marrones dejaban el suelo y un halo irisado y resplandeciente envolvió a Nicolás. Así volando, mientras ajustaba como podía los puños de su camisa, Nicolás dejó la iglesia y se acercó a una ancianita que quería cruzar la calle.

10 de octubre de 2006

Cuaderno de Lucio 5.6 - De la fiesta, el menú, y el inicio de Panambí Sur.

El final de Panambí y el inicio de Panambí Sur (es decir, el final de Panambí Norte pero también, al final del camino, el final de Panambí toda, aunque eso sea otra historia y no ésta) comienzan con una semilla mucho más antigua que el pueblo mismo, decidida sin saberlo a germinar en roble. De la misma manera nacen y mueren los pueblos: sin saberlo. Madera noble es la del roble; la madera de Panambí estaba aún por verse. No piense el lector que se trata de criticar a nadie: ciertas asperezas son esperables. Son ellas las que hacen que se luzca la mano, los dedos que saben escuchar el ruego mudo de las vetas. Cepillos, lijas, lustres y paciencia, cantos que se perfilan y cantos al perfilar, el olor de la cera penetrando en la carne oscura y lignificada; así se aúnan los espíritus del roble, el hombre y el enjambre hasta cuajar en voluta, moldura, espejo vegetal.

Imagine el lector la extensión de madera, en una sola mesa larguísima, suficientes para contener un pueblo. Suficiente también para separarlo: los del norte y los del sur, por esa cuestión de cercanía, sentados uno de un lado y otros del otro. Extrañas mesas recorridas a lo largo, de cabecera a cabecera, por sendos pares de surcos a unos cincuenta centímetros de cada lateral. Extrañeza de los aldeanos; guiños cómplices de los que están en el asunto.

La noche anterior tuvo lugar la doble ceremonia, y se hubiera dicho que no quedaban flores en el campo, de tantas que engalanaban la iglesia y los atuendos de las novias. Los novios saludaron en el atrio (que no era tal, sino la calle), y una banda de muchachos los siguió hasta el casco de la estancia de Furst, donde los esperaban dos habitaciones que superaban por mucho la imaginación de los panambienses. Bajo las ventanas de cada alcoba se entonaron canciones soeces y se elevaron torpes brindis por la salud de ambas parejas. Muchos durmieron su borrachera allí mismo, y tuvieron que correr a la mañana siguiente a buscar sus mejores galas.

No se abrieron las ventanas hasta que no estuvo la gente dispuesta, Norte frente a Sur, a lo largo de la mesa. Veinte afanosos mozos sirvieron pan y quesos variados, y justo antes de comenzar la comida se oyó el grito de Aníbal, un aullido salvaje y risueño. En la otra punta del edificio, como un ojo que se abre perezosamente luego del otro, César también abría y saludaba. La multitud aplaudió. Aníbal, enfervorecido, ató la sábana nupcial a su cuello, se descolgó por la ventana y corrió aullando alrededor de los comensales. Era el momento del festín.

Los mozos se movían como hormigas: la comida aparecía como por milagro frente a los comensales, en fuentes que al ser destapadas llenaban los sentidos de alegría. Se adivinaba el humo desde atrás de la casa, pero nadie pudo ver las parrillas, nadie tuvo acceso a las cocinas responsables de aquel festín fatal.

Comenzaron con lo mejor de los huertos de César: ensaladas de ocho, nueve, mil tonos de verde, con hojas de texturas que maravillaban el paladar. Berenjenas, calabazas, batatas, ajíes asados. Milhojas de papa, finísimos; hojas de espinaca fritas apenas en aceites purísimos, como encajes verdes y crocantes. ¡Y el vino!

Para el vino eran las dos canaletas exteriores talladas en la mesa, dos ríos paralelos de vino blanco y dulce corriendo de una cabecera a otra, y quien quisiera no tenía más que hundir la copa en la corriente, y el comentario asombrado era uno sólo: el excéntrico festín se recordaría durante años. Mal podían imaginar, mientras el vino corría por las gargantas sedientas tan sólo de borrachera, que en escasos minutos esa fiesta se transformaría en el secreto mejor guardado de Panambí. No se culpe a nadie: no había en los surpanambienses más abismos de maldad que en los del norte, ni más violencia intrínseca que en la mecha de una granada.

Como por una mecha encendida corrió el comentario. Dos palabras, apenas entendidas por algunos, pero pasadas fielmente de boca en boca: ¡La sangre!

Palabras apenas entendidas porque no todos vieron lo que había que ver.
Muchos las interpretaron como el anuncio de la siguiente parte del menú: era el momento de Aníbal.

Avanzaron chorizos rellenos con todo tipo de carne y especias, mollejas crujientes por fuera y jugosas por dentro con un jugo hialino. Aparecieron tripas chorreando jugos grasosos y aromáticos, chinchulines dorados que supuraban al cortarlos su cremoso contenido, cabezas de cerdo con una manzana en la boca, sesos blandos como caquis maduros. Y carnes, claro, reses enteras cocinadas con tanto arte que no toda preferencia entre cortes se perdía; perniles, lomos, matambres, rabos, todo servido con presteza frente a los comensales. Y la sangre y los jugos corriendo por las canaletas interiores, lista para echar sobre los platos, un reguero bordó y espumoso, avanzando como el rumor: la sangre. Sólo unos pocos vieron la sábana al comienzo, la sábana nupcial de Aníbal, arrojada al suelo con descuido, y la mancha roja en ella, el testimonio de una imprevista virginidad. El entendimiento fue cayendo generoso sobre la mesa y sus venas abiertas, y sólo dos preguntas quedaba sin articular: ¿sabían ellos? Y si no sabían ¿cuál de ellos había sido el primero?

Pero nada se dijo, siguieron las mandíbulas y sólo los ojos buscaban de a ratos la blancura de la sábana, el rostro inexpresivo de César, siempre tan callado, y otra vez el cuero churruscante y la salsa criolla generosa sobre el músculo y el nervio, las bocas llenas, desesperadas por la carne y el vino ahora tinto y masticar, masticar, masticar.

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¿Comulgaron los panambienses con la carne del muerto? ¿Probaron carne humana, acaso los del sur, acaso los del norte? No lo supieron nunca y tal vez por eso el silencio, esa especie de pacto que unió a los surpanambienses de allí en más. En todo caso, antes del silencio: los gritos. Y antes de los gritos el estupor, el tenedor que se detiene portando un pedazo de vacío. Y antes de eso, la cabeza asada de Aníbal rodando sobre la mesa, derribando copas en un macabro juego de bolos. Después, el estupor; después los gritos.

Ahora bien ¿cuándo comenzó Panambí Sur? ¿En qué instante aciago, en qué pacto fraternal, si es que lo hubo, decidió Eris suplantar el cuerpo de su hermana? ¿Cuándo fue que el río que dividía el pueblo dividió los corazones de la gente? Es mucho más sencillo creanme, culpar a una azada o a un terrón de tierra, que tratar de explicar lo que siguió.

Se lanzaron los de Panambí Sur, los matarifes, sobre los inocentes agricultores del norte. No sobre César: sobre todos menos sobre César, al que nunca volvieron a ver. Decenas de cuchillos se levantaron; más decenas de gritos se oyeron. Extraño altar, pero cuán adecuado, aquella mesa de roble. Así fue el bautismo de Panambí Sur. Interrogantes quedaron tantos como marcas en la mesa: dónde habían ido las mellizas; dónde había huido Lucio Furst; quién fue el que inició el fuego.

Eso es todo; como es finalmente el grueso de la Historia: un puñado de incertezas. De Panambí Sur no hay crónicas, no hay relatos orales ni tradiciones; sólo murmullos, sugerencias, falsos recuerdos; lo que se sabe, más que saberse se intuye, se hereda. Este silencio, esta negación del pasado, la atribuyen algunos a la culpa, al pacto de hermanos en la sangre. Pero no falta el espíritu socarrón que afirma que en realidad, lo que aflige a los surpanambienses es la vergüenza, vergüenza por su total falta de originalidad.

FIN (del prólogo)

13 de julio de 2006

Cuaderno de Lucio 5.5 - Del cotilleo en Panambí

Cotillean las comadres (co-madres, madres en cooperativa, hidra sin hijos -se han ido a Buenos Aires o, simplemente a la vida-, madres que vigilan el pueblo como vigilaban a sus retoños en horas de la siesta. No vaya a ser que se porte mal, que se descarríe). Cotillean las comadres, y en su bisbisear sestero se corporizan en una sola comadre plural; y hablan de sí mismas cuando dicen "dicen".

-Dicen que se viene la boda.
-Dicen que sí. Boda doble. Flor de fiesta va a haber.
-Y qué lindos mozos los Furst. Y qué lindas ellas, las gemelas. Flor de fiesta va a haber.
-Lindas puede ser, pero ligera de cascos parece la Eris.
-Y venir a engancharse con el César, siempre tan callado. Y la otra, la Lea, tan comedida y tranquila, con ese bruto de Aníbal.
-Los opuestos se atraen.
-Puede ser, puede ser...
-Delo por cierto. Sin ir más lejos, mi Mario y yo
-Sí, claro. Sí, claro.
-Sucede tantas veces ¿no? Él tan callado, y ella que bien podría guardar apariencias, al menos.
-Pero qué boda nos espera. Es como si todo el pueblo se casara.
-No es para menos, no es para menos.
-Asado va a haber.
-Y vino. Don Lucio guarda una bodega especial desde hace años. Va a tener que juntar dos casorios en uno.
-Ay, las dos novias, igualitas.
-No tan iguales. Dicen por ahí que la Eris no puede casarse de blanco. Ligera de cascos, eso es.
-Que sí, que sí, que la vieron con el César.
-Igual y todo, de blanco irá. Ciertos pecados se perdonan y a otra cosa, que si no, mucha tela sobraría.
-"Casada virgen, futura cornuda", decía mi abuela. Bien que le vendría un poco de ajetreo a la Lea.
-Dicen que los han visto, a ella y el Aníbal, camino del granero.
-¡No!
-Le juro. La mismísma Lea, tan mosquita muerta que parece.
-La mismísima Lea, que la oímos prometerle al Cristo que llegaría virgen a la noche de bodas.
-La mismísima.
-No se puede confiar en nadie.
-Mire mija, cuando llegan los calores, todo bicho busca el agua. Y quién lo frena al Aníbal si se viene al humo.
-Qué raro igual. Parecía una santa.
-Los santos, en el cielo. Aquí hacemos de tripas corazón.
-Y qué asado va a haber, verdad.
-Como pocos. Todo el pueblo está invitado.
-¿Y dónde será la fiesta?
-Del lado Sur, que hay más sombra. Ya trabajan los carpinteros.
-¿Carpinteros?
-Una o dos mesas serán nomás, para todo el pueblo, y parece que especiales.
-Enormes han de ser.
-Dicen que sí. Enormes.
-Mientras no llueva ¿no?
-Mientras no llueva.

5 de junio de 2006

Cuaderno de Lucio 5.4 - De los sonidos en Panambí.

El zumbido indolente de los abejorros.
Las risas de las mellizas Lea y Eris jugando en el remanso.
El crepitar del trigo. Un violín.
Los mugidos de las vacas camino al matadero.
La hoja del cuchillo de Aníbal saliendo de su vaina. El rasgarse del cuero. El suave siseo del aire dejando los enormes pulmones.
El secarse de los caminos bajo el sol.
Chirridos de la roldana en el aljibe.
Murmullos en la iglesia, diostesalvemaríallenaeresdegracia.
Un pez saltando en el arroyo.
El chuchillo de Aníbal saliendo de su vaina. Lienzo que se corta como si no quisiera.
Hormigas que se afanan en el verano para poder afanarse en el invierno.
El jadear apresurado de Eris, el tímido miembro de Cesar tanteando entre sus muslos.
Ecos deslavazados de risas pretéritas. El pitido insistente de un tren en futuro imperfecto.

20 de enero de 2006

Aprehende la carne
(Cuadernos de "La Vuelta" 2)

Aprende la carne. Balanceándolo apenas, él sostiene ese rebenque en la mano. Sudoroso el cuerpo bamboleante y, debajo de las bombachas, la erección una vez más. Porque, apetecible, ella está ahí, durmiendo. Y se moverá apenas cuando recorran la pantorrilla la mano curtida y la respiración agitada, y los muslos, y la entrepierna. Raspará, como esa arpillera donde duerme, un asco de barba rala y dejará la aprehensión una estela de saliva fétida y luego vendrá el dejarse hacer, ser girada, toqueteada, penetrada como cosa hasta que se vacíe como en un aljibe ese viejo borracho, cuando ya confiado en la obediencia y la sumisión suelte el rebenque y se sume a la del vino la dulce anestesia del placer. Pero no hoy. Hoy es puma y yarará. Hoy el sapo se vuelve escuerzo. Porque aprende la carne que puede ser metal.

Y no, no era deseo. No era asco, pero tampoco deseo. O sí era deseo, pero no del hombre.
Por eso, no rozó al peón sin querer y las chicharras cantan como con furia. Ni volvió a rozar al peón sin querer (“Alazán roñoso hasta donde le brilla el pelo”) y el sol recalienta las chapas como con violencia.
Después sintió la dureza y sonrió sin sonrisa y se puso en puntas de pie para cepillar por cuarta vez el lomo del caballo y ser irresistible y que el peón se le abalanzase (“¡Saque la mano, cochino de mierda!”). La pezuña asustada por el grito golpea el piso. Allá lejos, un carancho otea la quietud de la llanura sobre un poste. El peón la miró frío de no saber y ella no pudo más y largó una carcajada como jamás antes.
—¿Usté quiere esto? —preguntó desafiante cabeceando y moviendo apenas el cepillo. Él no pudo contestar, enmudecido por el recuerdo de tantas y tantas veces pensando en ella, la única mujer, en la porqueriza de los chanchos, apichonado. Apenas pudo asentir con la cabeza con la vista fija en las florcitas sobre la tela delgada. —Entonces, me va a hacer un favor.
Y cuando ella tenga que cumplir con su parte del trato, capaz hasta sienta algo de placer.

En la penumbra del granero que todo lo ahoga, todo lo devora, el viejo capataz borracho sobre ese quieto cuerpo no deja de moverse. Jadea sin saber que la mano agarró un facón por el mango. Rabiosa de venganza, la luz de la luna. Es una apenas palidez reflejada cuando el metal atraviesa el cuello y él todavía no entiende. Ni cuando queda clavado en el hombro y sigue sin entender. Ella respira agitada y empuja el cuerpo con fuerza, que cae al piso secamente desesperado, tratando de pedir ayuda o clemencia entre sonidos guturales y toses de ahogado. Acostada todavía, llora. Llora de libertad. Llora de liberación. Las ratas olerán sangre y enloquecerán de gula. Abandonarán las bolsas de granos. Correran en la oscuridad. Limpia y cambiada como para misa, ella ya está lejos: apenas una silueta, un espectro luminoso que camina hacia la ruta, una estela blanca en el más hermoso sueño del peón.

3 de enero de 2006

20 PLACAS MORTUORIAS

Epílogos, posfacios y anexos de relatos; soberbia de quedarse con la última palabra y altanería de labrarla para la posteridad. Sentidos impuestos o lecturas póstumas enmascaradas de reflexiones. Síntesis, como granos de arena. Voluntad de retener, como médanos al viento.
Son melodrama, testamento y tragicomedia.
Estados de ánimo que se perpetúan condensados. Son condena y vítor. Y honor y mácula. Son palabras que el viento no se lleva. Cantos a la vida, en definitiva.

I
Ya e aquí un gran mujer.

II
Nunca olvidaré tu olvido. Jamás recordaré tu recuerdo.

III
Con cariño, pero sin amor ni respeto: tus deudos.

IV
No lograste nada de lo que te proponías. Te amaremos por lo que sí.

V
En la loca carrera por volver al polvo, por veloces o lentos, somos liebre y tortuga:
siempre nos toca perder.

VI
No habrá olor que sea igual al tuyo.

V
Se apagaron el aire y el fuego, mas no la tierra ni el agua.

VI
Gracias por regalarme ese octavo pecado capital...

VII
Somos azares que se vuelven destinos.

VIII
Los gusanos no comerán tus diamantes, pero sí mis recuerdos.

IX
Cuando besan las raíces la piel, se comprende, cabal aunque tardíamente,
la naturaleza humana.

X
Por el tiempo que perdimos juntos, por el que nos robamos mutuamente,
por el que despilfarramos y el que nunca tuvimos.

XI
El dolor de despertar de este sueño con tu muerte
es la cruel certeza de haberlo soñado con tu vida.

XII
No hay nada que entender. Quedó demostrado.

XIII
Me quedo con tus verdes, algunos ocres, hebras de té
y briznas de pelo.

XIV
Ahora que no tengo tu mirada tampoco tengo más vergüenza.

XV
Fui un estúpido.

XVI
Me has dado la primera certeza de la vida:
no quiero morir así.

XVII
Tanto evolucionar para no haber hecho más que una novela barroca
del breve relato de nuestros ancestros.

XVIII
Por los amores regalados
y los servicios prestados.

XIX
A mis enemigos solo les debo el llanto.

XX
Me quedo con la silueta parlante de tu sombra.
Con eso será suficiente.