29 de diciembre de 2006

Cuaderno de Lucio 7.3 - Eleonora y el sol

Eleonora metió la mano en el jarrón y toco su cara y volvió a asustarse: su cara se distorsionaba y temió, como cada vez, que se fuera, que se evaporara en jirones ennegrecidos de infierno. (Pero no, porque no había sido ella, no el fósforo, no los gritos.) Sacó la mano con el dedo apenas húmedo y esperó y allá en el fondo del jarrón estaba de nuevo su cara, bien segura y guardada y no iba a arder porque estaba en el agua y no en cualquier agua; agua bendita leche de María madre de sangre de Dios ruega por nosotros para que no ardamos (en el infierno), no nunca ella, no Eleonora, con su cara guardada en agua bendita que la miraba, la miraba desde el jarrón y entonces tenía que tocarla, asegurarse de que todo estaba bien, de que no ardía.

Eleonora metió la mano en el jarrón y allá en el altar el Padre Gregorio hablaba, muy serio, y ella volvió a asustarse y temió, como cada vez, que se fuera (¿el padre? ¿al infierno?), que se evaporara en jirones como ese en el atrio, ese hombre hermoso con nombre de estrella que de alguna manera sabía. (Pero no, porque no había sido el gas, no ella, no las llamas.) Sacó la mano con el dedo apenas húmedo y el hombre que sabía tenía las manos juntas y alzaba los ojos al cielo y la gente se retiraba en silencio. Eleonora alargó la mano, y ya el dedo se secaba, y nadie le dió una sola moneda. Se sintió muy sola de pronto y el hombre del atrio la miraba y de pronto le dio calor pero no como si se quemara sino como sí, como si se quemara y las piernas se le ablandaran bajo el sol. Entonces, así de pronto, la inspiración, la idea que cómo no se le había ocurrido antes.

Eleonora metió la mano en el jarrón y el hombre hermoso se acercaba y la miraba y ella volvió a asustarse y sentir el calor y temió por primera vez que nunca se fuera, que el calor creciera y le evaporara el alma en maderos de ceniza blancuzca. (Pero no, porque había no porque no había porque habia) Sacó la mano con el dedo apenas húmedo y se tocó la cara. Sintió la tibieza del agua bendita, leche de madre y su cara (¡su cara!) erizándosé con el viento.

Eleonora metió la mano en el jarrón y la sacó y tocó su cara y se rió. Miró furtivamente alrededor: ya no quedaba nadie en la calle. En la iglesia, el hombre y el Padre Gregorio charlaban dándole la espalda. Temió que el momento se fuera, que volviera el fuego pero no, porque sabía que no había sido ella; hundió la mano en el jarrón y sacó un puñado de agua si eso era posible. Gota a gota, sacó su cara del jarrón hasta colocarla nuevamente en su lugar por primera vez en ¿cuánto? ¿ocho, once años? No importaba ahora que el agua bendita la cubría y libraba de todo mal para que no ardiera (nunca), no Eleonora, con su cara al sol, sonriendo por primera vez en ¿cuánto?, tocándo el sol en su cara para asegurarse de que todo estaba bien por primerísima vez.

Eleonora dejó el jarrón a un lado y entró resuelta, en la iglesia. El Padre dejó una palabra a medio decir.

-Volví, Padre. Gracias.

Besó a Lucero en la mejilla y salió al sol.

2 comentarios:

  1. Anónimo2:37 p.m.

    Que lindo, parece un cuento de brujas, da miedo, los lectores queremos más, somos insaciables
    Felicitaciones
    Juan de los Palotes

    ResponderBorrar
  2. Anónimo9:53 a.m.

    gracias por tu comentario en la lombriz electrica, voy a navegar estas aguasvivas, saludos
    Martín

    ResponderBorrar