20 de enero de 2006

Aprehende la carne
(Cuadernos de "La Vuelta" 2)

Aprende la carne. Balanceándolo apenas, él sostiene ese rebenque en la mano. Sudoroso el cuerpo bamboleante y, debajo de las bombachas, la erección una vez más. Porque, apetecible, ella está ahí, durmiendo. Y se moverá apenas cuando recorran la pantorrilla la mano curtida y la respiración agitada, y los muslos, y la entrepierna. Raspará, como esa arpillera donde duerme, un asco de barba rala y dejará la aprehensión una estela de saliva fétida y luego vendrá el dejarse hacer, ser girada, toqueteada, penetrada como cosa hasta que se vacíe como en un aljibe ese viejo borracho, cuando ya confiado en la obediencia y la sumisión suelte el rebenque y se sume a la del vino la dulce anestesia del placer. Pero no hoy. Hoy es puma y yarará. Hoy el sapo se vuelve escuerzo. Porque aprende la carne que puede ser metal.

Y no, no era deseo. No era asco, pero tampoco deseo. O sí era deseo, pero no del hombre.
Por eso, no rozó al peón sin querer y las chicharras cantan como con furia. Ni volvió a rozar al peón sin querer (“Alazán roñoso hasta donde le brilla el pelo”) y el sol recalienta las chapas como con violencia.
Después sintió la dureza y sonrió sin sonrisa y se puso en puntas de pie para cepillar por cuarta vez el lomo del caballo y ser irresistible y que el peón se le abalanzase (“¡Saque la mano, cochino de mierda!”). La pezuña asustada por el grito golpea el piso. Allá lejos, un carancho otea la quietud de la llanura sobre un poste. El peón la miró frío de no saber y ella no pudo más y largó una carcajada como jamás antes.
—¿Usté quiere esto? —preguntó desafiante cabeceando y moviendo apenas el cepillo. Él no pudo contestar, enmudecido por el recuerdo de tantas y tantas veces pensando en ella, la única mujer, en la porqueriza de los chanchos, apichonado. Apenas pudo asentir con la cabeza con la vista fija en las florcitas sobre la tela delgada. —Entonces, me va a hacer un favor.
Y cuando ella tenga que cumplir con su parte del trato, capaz hasta sienta algo de placer.

En la penumbra del granero que todo lo ahoga, todo lo devora, el viejo capataz borracho sobre ese quieto cuerpo no deja de moverse. Jadea sin saber que la mano agarró un facón por el mango. Rabiosa de venganza, la luz de la luna. Es una apenas palidez reflejada cuando el metal atraviesa el cuello y él todavía no entiende. Ni cuando queda clavado en el hombro y sigue sin entender. Ella respira agitada y empuja el cuerpo con fuerza, que cae al piso secamente desesperado, tratando de pedir ayuda o clemencia entre sonidos guturales y toses de ahogado. Acostada todavía, llora. Llora de libertad. Llora de liberación. Las ratas olerán sangre y enloquecerán de gula. Abandonarán las bolsas de granos. Correran en la oscuridad. Limpia y cambiada como para misa, ella ya está lejos: apenas una silueta, un espectro luminoso que camina hacia la ruta, una estela blanca en el más hermoso sueño del peón.

3 de enero de 2006

20 PLACAS MORTUORIAS

Epílogos, posfacios y anexos de relatos; soberbia de quedarse con la última palabra y altanería de labrarla para la posteridad. Sentidos impuestos o lecturas póstumas enmascaradas de reflexiones. Síntesis, como granos de arena. Voluntad de retener, como médanos al viento.
Son melodrama, testamento y tragicomedia.
Estados de ánimo que se perpetúan condensados. Son condena y vítor. Y honor y mácula. Son palabras que el viento no se lleva. Cantos a la vida, en definitiva.

I
Ya e aquí un gran mujer.

II
Nunca olvidaré tu olvido. Jamás recordaré tu recuerdo.

III
Con cariño, pero sin amor ni respeto: tus deudos.

IV
No lograste nada de lo que te proponías. Te amaremos por lo que sí.

V
En la loca carrera por volver al polvo, por veloces o lentos, somos liebre y tortuga:
siempre nos toca perder.

VI
No habrá olor que sea igual al tuyo.

V
Se apagaron el aire y el fuego, mas no la tierra ni el agua.

VI
Gracias por regalarme ese octavo pecado capital...

VII
Somos azares que se vuelven destinos.

VIII
Los gusanos no comerán tus diamantes, pero sí mis recuerdos.

IX
Cuando besan las raíces la piel, se comprende, cabal aunque tardíamente,
la naturaleza humana.

X
Por el tiempo que perdimos juntos, por el que nos robamos mutuamente,
por el que despilfarramos y el que nunca tuvimos.

XI
El dolor de despertar de este sueño con tu muerte
es la cruel certeza de haberlo soñado con tu vida.

XII
No hay nada que entender. Quedó demostrado.

XIII
Me quedo con tus verdes, algunos ocres, hebras de té
y briznas de pelo.

XIV
Ahora que no tengo tu mirada tampoco tengo más vergüenza.

XV
Fui un estúpido.

XVI
Me has dado la primera certeza de la vida:
no quiero morir así.

XVII
Tanto evolucionar para no haber hecho más que una novela barroca
del breve relato de nuestros ancestros.

XVIII
Por los amores regalados
y los servicios prestados.

XIX
A mis enemigos solo les debo el llanto.

XX
Me quedo con la silueta parlante de tu sombra.
Con eso será suficiente.