26 de febrero de 2007

Cuaderno de Lucio 7.4 - La prueba fehaciente

Eran las nueve de la mañana y Panambí Sur resplandecía bajo un sol demasiado caliente. En la calle, las ramas de los limoneros se doblaban por el peso de los frutos. Resonó una campanada, y fue como si el pueblo no fuera más que el reflejo de un pueblo en el agua, y la campana una piedra insolente. Lucero arrancó un limón y lo acercó a su nariz. Mientras caminaba sacó de su bolsillo una navaja y cortó la fruta en cuatro gajos. Sonó otra campanada estridente, furiosa e inútil: solamente Lucero cruzó el atrio y llegó a la puerta. Tocó la enorme hoja de madera y titubeó una fracción de segundo. Un nuevo badajazo, más brutal que los anteriores, lo hizo entrar en la nave vacía con un alegre "Permiisooooo...".

Nadie.

Llegó hasta el fondo de la nave, le guiñó un ojo al Cristo sin corona y llegó hasta la base del campanario. El padre Gregorio aferraba la cuerda.

-Sabés -comentó Lucero, mientras comía el último gajo del limón-, si bien al principio parece una forma poética de suicidio, lo más seguro es que no te mate. Además, sería una imagen muy desagradable. Por otro lado -reflexionó- lo mismo puede decirse de cualquier suicidio.
-Pensé que no entrabas aquí, por principio.
-Bah. Más bien por costumbre. Y no se deja a un amigo en la estaqueada. Aunque tus ovejas no parecen opinar lo mismo.
-No -respondió Gregorio, y se colgó nuevamente de la soga.
-¿Podés parar con eso? ¿Sabés cuántos años tienen esas maderas?
-Hice cambiar el armazón hace tres meses.
-Igual. No van a venir.

Gregorio soltó la soga y se quedó mirando fijo a Lucero.

-No, ¿verdad?
-No por ahora. Vení, convidame un mistela.
-De acuerdo.

Una puerta en el costado los llevó la habitación de Gregorio. Sobre la cama había una valija abierta, casi llena de ropa y libros.

-Así que te vas.
-Sí. Tocaba la campana para avisar, pero ya no les importa.
-¿Tan grave te parece?

El padre suspiró.

-Sí. No... no sé, Lucero. ¿Te das cuenta de lo que hicieron?
-¿Qué?
-¿No sabés?
-Ni la más remota idea. No anduve por aquí. La verdad, pensé que al volver encontraría el pueblo en ruinas. O ningún pueblo. En todo caso, me equivoqué y me alegro. El pueblo está como siempre.
-No como siempre. Nunca estuvo mejor.
-¿Entonces?
-Perame un minuto.

Gregorio se dirigió a la ventana, tanteó un par de medias que colgaban de la falleba y las dobló con cuidado antes de ponerlas con el resto de la ropa. Levantó la valija con dificultad.

-Vamos.

En la nave, dejó su equipaje en un banco. Buscó una botella de mistela y sirvió dos vasitos. Invitó a Lucero a sentarse a su lado, en los escalones del altar.

-¿Está consagrado?
-No, no seas sacrílego.
-Por si acaso, viste. Bueno... ¿entonces?

El padre sorbió el vino y no contestó.

-¿Qué pasó?
-Me hicieron caso, Lucero.
-Era de esperar.
-Sí. Era de esperar. Lo que no era de esperar es que Dios les hiciera caso a ellos.
-Mmmmm...
Lucero examinó su vaso al trasluz, pero no dijo nada.
-¿Viste Eleonora? -reanudó el padre.
-Sí.
-Eleonora estaba loca desde los once años. Ya estaba al cuidado de la iglesia cuando yo llegué. Y de pronto, así como así, se cura.
-Un milagro.
-No tenés idea, Lucero. Uno tras otro. Dos días después, el hijo de la viuda Spaziuk aparece de la nada y se instala en la casa de Marta. Vuelve lleno de dinero, dispuesto a hacer resurgir la quinta. No lleva dos días Panambí y ¿adiviná a quién conoce?
-¿En dos días? A todo el pueblo.
-Gracioso. A Luján. Se casaron al viernes siguiente.
-¡No! Eso no es un un milagro, es una soberana tontería. Pregunta de vieja: ¿se casó de blanco?
-Se casó de blanco y ni una vieja hizo la pregunta de vieja. No sólo eso: después de años de hacer como si Luján no existiera, al casamiento vinieron todos. Festejaron, tiraron arroz. Pero después de la ceremonia, nadie volvió a entrar a la iglesia. Estaban muy ocupados.
-¿En qué?
-En pedir milagros. En pedir putos milagros para el prójimo, y en observar cómo se les cumplían.
-Aaaah. Los limoneros. Me parecía raro.
-Los limoneros. Los cultivos. Las vacas. ¡La pintura de las casas! ¡Le pidieron a Dios que pintara los frentes, me entendés!
-Y los pintó.
-De la noche a la mañana.
-No veo de qué te quejás, Gregorio. Panambí Sur es la prueba fehaciente de que Dios existe.
-No mi Dios. No el que yo quiero. No un factótum literal y complaciente. Yo soy un religioso, Lucero, un hombre de fe. No necesito pruebas, no quiero que Dios me responda -se incorporó-. Podés quedarte con la botella.
-Gracias. Te ayudo con la valija.

Salieron los dos por el pasillo central, sosteniendo cada uno una manija. El sol los cegó al salir al atrio. El padre Gregorio cerró las dos enormes hojas talladas y sacó de su bolsillo una llave igualmente enorme. La cerradura se resistió un poco, pero finalmente cerró.

-¿A quién se la vas a dejar?
-No sé. Al intendente, supongo.

Terminaron de cruzar el atrio cuando se oyó el estruendo: el crujido de la madera desgarrándose en un acorde brutal, un semitañido deforme y opaco, una estampida de elefantes tocando las trompetas de Jericó. El último sonido les llegó por los pies, una vibración sorda que se apagó con inesperada suavidad.

-Te dije que se iba a caer -concluyó Lucero.

El padre Gregorio no respondió. Ya en la vereda, dejó la llave colgando de la verja. Llegó hasta la estación sin decir una palabra. Cuando el tren partió, el campanario ya estaba como nuevo.